De Marc Colell, los viejos veranos y un Reino vegetal
Tardé muchos meses,
más de lo que hubiera deseado, en adentrarme en la lectura del Reino vegetal de Marc Colell. Tenía la
novela, como nos sucede a menudo, entre los muchos textos pendientes de
lectura, pero sentía que, de algún modo, este libro me llamaba o me esperaba de
una manera diferente, como si acaso contuviese un mensaje o una enseñanza para mí.
Pero, sobre todo, quería saber de qué clase de reino quería hablarme este autor
catalán que residió también largo tiempo en Argentina, y por qué se trataba,
precisamente, de un reino vegetal? Una mañana luminosa, frente al mar de
Estepona, el reflejo de unas palmeras inundando la pantalla del portátil en el
que escribía, me parecieron la señal definitiva: debía, sin más, y por fin,
leerlo.
Desde el comienzo de
la narración se advierte la cuidada prosa castellana de Marc Colell, su
escritura limpia y precisa mientras nos presenta a la protagonista, Carlota, encargada
de transmitirnos todo un detallado micromundo y por tanto un verdadero mundo.
Ella es una adolescente de trece años que toma el sol en una piscina de una
urbanización de verano acompañada de su anciana gata Julieta mientras el
solitario Sr. Mataró, Francisco, antiguo cantante melódico de boleros, ha
dejado sus cosas y su peluquín como cada día a un lado, discretamente ordenados
en la pradera, y se esfuerza en nadar sus largos diarios con disciplina y
precisión de reloj suizo, aunque nadie lo sepa, lo valore o le importe. Pensamos
en uno de esos veraneos clásicos y hermosos de los ochenta y noventa, cuando la
vida iba más despacio y aún nos mirábamos a la cara y conversábamos sin la
tiranía de las pantallas (“La piscina está vacía, recién planchada, con todo el
verano por delante”), pero la frase/deseo/ casi plegaria “que nada cambie”, en
una primera página, ya nos advierte también de la dificultad de sostener las cosas
de la vida sin que se desmoronen. Son tiempos de viernes de Un, dos, tres televisivos y de críos y
crías que comen pipas o helados en pandilla, que beben a escondidas sus
primeros tragos de alcohol o se retan en arriesgadas travesuras: Patricia,
Alba, Jordi, Esteve, Olivia, Andreu… protegidos en su reino vigilado, en su
“ecosistema de cien casas”, por el guarda Enrique y sus pastores alemanes. Frente
al universo coral de esta urbanización que va emergiendo ante el lector vienen
a la cabeza otras novelas, argentinas, el Cámara
Gesell de Guillermo Saccomanno o el Fuera
de temporada de Alicia Plante ambientado en Pinamar, en ambas obras, como
en esta de Marc Colell, hay un denominador común: las apariencias ocultan un
fondo oscuro. Colell da las notas
precisas de época a partir de los objetos cotidianos, las canciones, actores,
revistas y costumbres de entonces, veraneos felices de helados Popeye, Calipos,
Dráculas o Frigodedos. A través de la protagonista y de su afinada mirada de
testigo y casi de espía, se nos ofrece un mundo de familias de clase media y de
matrimonios que a menudo no son lo que parecen: los Montesa, los Pompeu, los
Torrent… Es una observadora-registradora de movimientos y conversaciones,
dotada de una precisa mirada sociológica. Ella se vuelve nuestros ojos y nos
entrega un paisaje: bajo la apariencia armónica de quienes pasan alegres veraneos
entre la playa, restaurantes, chiringuitos, partidas de frontón, fiestas y
concursos de grupo, se esconden a menudo, de puertas para adentro, situaciones
trágicas, humillaciones, frustraciones, crueldades, envidias, afirmaciones de
masculinidad, secretos, violencia doméstica, trapicheos con droga, adicciones
en años terribles del SIDA… Los payasos que amenizan una de las fiestas, vistos
de cerca en su precariedad vital o reconvertidos un rato más tarde en obligados
camareros mal desmaquillados, simbolizan en realidad el fin de la ingenuidad y
de la mirada limpia y admirada de aquel grupo de niños. Han perdido en unos instantes
la magia. Sirven las mesas “abatidos, taciturnos y pluriempleados”. También la
cantante sobre el escenario mira a hurtadillas su reloj, quiere terminar de una
vez, quiere descansar, recuperarse para el próximo bolo. Colell utiliza
deliberadamente una narración fragmentada, que corresponde a la lógica de una
difícil reconstrucción, y alterna redondas y cursivas para hablarnos desde la Carlota
adolescente y también desde la actual, la mujer que, muchos años después, trata
de evocar y de comprender entre la neblina lejana del tiempo y de lo que aún
permanece en la memoria. Y hay un recuerdo que se impone y que da sentido a
toda la novela, la ausencia, o más bien la presencia fantasmal, de Ferrán, el
gran amigo de Carlota, su camarada y compañero de aventuras y paseos, el otro
observador, que enfermó y falleció con tan solo diez años. Un día, en otro
verano, se lo llevaron en automóvil y nunca volvió a verlo. Hay, pues, una
tragedia o duelo de fondo que impregna el tono del libro hasta transformarlo en
un gran canto al amigo que se marchó demasiado pronto. El dolor sin reparación
de los padres de Ferrán o de la propia protagonista es uno de los temas que se
imponen y permanecen en medio de las idas y venidas del conjunto de personajes.
Se sigue viviendo por inercia, más o menos como el Sr. Mataró insiste en seguir
nadando cada día. (“Piensas en su dolor. Lo reconoces, de pronto. Son dos personas,
un padre y una madre. Se arrastran. Se contorsionan como dos insectos bañados
en veneno. Dos personas, nada más. Obligadas a seguir siéndolo. Obligadas a
levantarse cada mañana. A preparar los desayunos. A salir a la calle y
respirar”). Los veraneos del pasado eran radiantes y deseados, pero nunca concordaban
del todo con el luminoso Verano azul que la
televisión se empeña en reponer cada temporada. Frente a la célebre teleserie, Colell
escribe: “Siguen ahí, enlatados, bajando por el paseo con sus bicicletas. Las
mismas sonrisas, el mismo verano. Zigzaguean, se sueltan de manos, tararean su
canción. Nunca saldrán de ahí. Vivirán para siempre en ese pueblo, aborreciendo
la sandía, el mar, la guitarra de Julia, su insufrible candidez. Julia, la niña
eterna, inocente, atrapada en un cuerpo de mujer. Todos los veranos.
Irresponsables, vagos, condenados a la muerte repetida de Chanquete, a su
muerte y su resurrección. Se lo merecen. Por los niños de secano, de los
páramos, de las ciudades en agosto, sin coche ni escapadas, sin una maldita
fuente en la que meter los pies(…) por la felicidad sin límites, anegada de
mayonesa y protector solar”. Los últimos compases de la novela nos meten de
lleno en los siempre desoladores finales de verano en las localidades costeras,
pero además se presentan aquí, a través de la figura del adolescente irlandés,
como una premonición de una dura vida adulta, sin brillo, de rutinas
insalvables. Esta novela, este reino
vegetal construido a partir de la suma de percepciones de una adolescente de un tiempo que se fue, nos brinda un emocionante, creciente y adecuado final, tan
desesperado como necesario, hermoso y poético.
ERNESTO CALABUIG