Son muchos los escritores que han (hemos) introducido o
filtrado las figuras familiares en mayor o menor medida, o con referencias más
o menos directas o abiertas, en los relatos, novelas, poemas… pero es necesaria
una gran mezcla de valentía y de necesidad de catarsis para afrontar el reto de
retratar como tema central la relación con una madre que, además, acaba de
dejar este mundo. Esa fue la tarea que deseó o se autoimpuso Ovidio Parades
(Oviedo, 1971), narrador experto en la observación y minucia de las vidas
cotidianas y en las siempre difíciles relaciones humanas. Bastaría leer su
novela “La noche se detiene” o sus recientes relatos “Carver y el metro de
Berlín” para apreciar esa mirada concreta, ese buen microscopio enfocado sobre
las frágiles existencias que en el fondo somos. Parades no interpone el halo de
confusión de Beckett en “Molloy” para
referirse a la madre perdida, tampoco coloca, como Camus en “El extranjero”, la
noticia del fallecimiento como detonante de una narración que irá por otros
caminos. Sencillamente se sitúa ante el puro y terrible vendaval, para
recibirlo y soportarlo nietzscheanamente, sin apartar la mirada de la oscuridad
del pozo. Al comenzar la lectura recordé aquella novela breve del austriaco
Peter Handke en la que enfrentaba este mismo asunto, la radical ausencia de una
madre, y que en castellano se tradujo con un duro “Desgracia impeorable”. En
alemán, “Wunschloses Unglück”, designa algo así como la mayor de las
desgracias, la desgracia sin remedio, la desgracia absoluta. Desde el comienzo
del libro, en sintonía con las citas iniciales, Ovidio Parades nos sitúa ante
su madre, Nuria Álvarez Alonso, como núcleo y eje de su vida. Tan solo dos días
después de la pérdida, el hijo/narrador sintió la necesidad de tomar en un
cuaderno las notas que irían construyendo esta novela, desde la vivencia del
duelo y desde la conciencia clara de que el tiempo pasa veloz y borra los
detalles y la memoria sin consideración alguna. Escribe “desde el frío, el desamparo
y la orfandad absoluta” y sin dejar distancia, desde el puro y demoledor golpe
recién recibido, que todo lo ha trastocado y arrasado: “¿Qué sentido le puedo
dar ya a las horas, a los relojes?”, dice. En los primeros tanteos de
escritura, mientras busca la voz y, en lo posible la cabeza clara, evoca un
viaje a San Francisco con su pareja, que dio lugar en su día a un poema y que,
sobre todo, supuso una revelación, una comprensión de lo perdido que está en
general el ser humano contemporáneo. La madre, con quien solo se llevaba
veintidós años, se revela también desde los comienzos del texto como una gran
compañera de vida, como un ser comprensivo adelantado a su tiempo, que “nunca
juzgó a nadie” y que apoyó al hijo año tras año, sin dudas ni fisuras, tanto en
el respeto absoluto a su orientación sexual como en su deseo de ser lector y escritor
contra viento y marea. Ovidio Parades alterna pasado y presente en una ágil
narración en la que va desvelando momentos significativos de la existencia de
ambos. Nos habla de los viejos y felices veraneos de la niñez, de los
acostumbrados aperitivos o sesiones de cine compartidas, o de los paseos
matinales que, con el paso del tiempo y los problemas de salud, se fueron
acortando y dificultando, pero también de la rebeldía para que todo aquel
mágico mundo siguiera, aunque reducido, ocurriendo y teniendo sentido. La de
Parades es una realidad poblada y sostenida por los iconos del cine y de la
literatura, la fragilidad materna es también la fragilidad final de Marguerite
Duras. El rostro elegante de su madre, el cuidado en los detalles de su modo de
vestir, se iguala con el de las actrices francesas que representaban mujeres de
provincias en las películas de Claude Chabrol. “Mi madre y yo” no tiene como
objetivo la simple verosimilitud propia de las ficciones, sino tratar de llegar
a las cosas tal como fueron, con la precisión del detalle cierto, “la verdad
entonces y ahora, desnuda. Sin disfraces, maquillajes, retoques, falsedad, ni
acartonamiento alguno. Mi verdad. Nuestra verdad”. El mundo de Parades es, a la
vez, un mundo interpretado, un mundo sostenido y soportado por el consuelo de
los libros y las películas, las escritoras, escritores, actores y actrices que
iluminan o iluminaron nuestras vidas. Iconos como Cassavetes, Deneuve, Shirley
MacLaine, Gena Rowlands, Charo López, Sam Sephard, Carmen Martín Gaite…
conforman un esplendoroso santoral laico. “Pero ahora se ríe como diciendo
cuánta literatura le echas siempre a todo. Cuánto cine. Cuánto teatro. Eso ya
lo sabes, mamá. Las cosas que me salvaron, que me salvan, del lado más ingrato
de esta vida (…) Tantas tardes de cine. Tantas noches de cine. Tantos cines que
ya no existen (…) Mi formación. Mi identidad. Mis años decisivos. De donde
procedo. Y ella, mi madre, siempre a mi lado”. Los hechos se leen a través del
amparo de hermosos y poéticos cristales: “Recuerdo a mi madre caminando por
aquellos paisajes veraniegos de la infancia, como una especie de señora
Dalloway que salía temprano a comprar frutas”. El reto inicial, contar desde
tanto dolor –también desde el insomnio, la orfandad, el desánimo-, no se deja
llevar en cambio por el desmán sentimentaloide, el ternurismo o lo cursi. Hay
mucha sobriedad, una sobriedad que no se abandona en todo el trayecto de esta
hermosa y cuidada escritura que nos relata, por ejemplo, aquellos ingenuos
veraneos de los años setenta en los que los padres y los hijos buscaban y
encontraban el paraíso a bordo de un Seat 127 camino de una playa de Alicante,
en un cine al aire libre, o disfrutando del aroma de las primeras mandarinas de
octubre cuando aún había fruta según las estaciones. Un pasado como un tesoro
al que retornar para encontrar consuelo ante la injusticia del acoso escolar en
aquellos colegios de curas (“Cuánto miedo. Cuánta intolerancia. Cuánta
oscuridad”), ante la pérdida de los buenos amigos que ya no están, o en medio
de las sucesivas hospitalizaciones de la madre, tratando de mantener la
esperanza y albergando el deseo absurdo de empezar de nuevo, hasta el
fallecimiento de una madre que era “refinada, educada, discreta y cercana con
todo el mundo”. Conforme se avanza en el texto, se percibe que este no es sólo
el homenaje a una figura materna, sino el intento de comprensión de toda una
época y de una vida. “El tiempo es una línea de tiza que se va resquebrajando
en una pizarra imaginaria”. Junto con la conciencia del tiempo (“Vamos
haciéndonos viejos”) que nos devora junto con nuestras pequeñas posesiones (la
silla que se abandona en la calle un día cualquiera cuando se desmantela la
vivienda de una pareja de ancianos), el libro nos habla también, en su parte
final de la rebeldía de sobrevivir, de buscar/reencontrar un punto de apoyo, de
calma y de equilibrio, un centro de gravedad permanente que diría Battiato, del
que no en vano cita al final del libro su canción “Tutto l´universo obbedisce
all´amore”. Hay una apuesta final por el amor de pareja, todavía y “tantos años
después”. Quizá sólo tras esa convicción, la de que pese a todo, el universo
obedece al amor y que el amor, mucho más grande que nosotros, puede
sostenernos, es posible pasar al otro lado del duelo y de su necesaria y
purificadora narración, para seguir adelante, como en el fondo siempre hizo ese
“niño desvalido, que sacaba fuerzas de esos lugares recónditos de su interior”.