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miércoles, 23 de diciembre de 2020

EL DIÁLOGO HONDO DE CARLOS CASTÁN

Qué placer fue conversar y reflexionar con CARLOS CASTÁN en la librería Amapolas en Octubre. Gracias a la escritora y librera LAURA RIÑÓN SIRERA por su invitación y su generosidad.

Con Carlos Castán y Ernesto Calabuig  en Amapolas en Octubre

Carlos Castán y Ernesto Calabuig

Carlos Castán y Ernesto Calabuig

Carlos Castán y Ernesto Calabuig

Carlos Castán, Laura Riñón y Ernesto Calabuig

Carlos Castán, Laura Riñón y Ernesto Calabuig



 

sábado, 21 de noviembre de 2015

Ángel Zapata y la Materia oscura


La Materia Oscura de ÁNGEL ZAPATA
Habrá quien dude en calificar o clasificar como “relatos” los textos que componen “Materia oscura”, de Ángel Zapata, esta colección de textos que pivotan sin descanso entre lo sapiencial y lo poético, en los que cabe que el mundo pueda haber sido creado defectuosa y maliciosamente  por una liebre mientras el narrador es, como dicen, testigo de excepción. Perplejidad: el decurso de las cosas sólo puede producirnos perplejidad. El humor de Zapata, su talento verbal e imaginario, y la mirada limpia del niño crecido, se cuelan una y otra vez en estas piezas, o más bien: nacen de esos fértiles elementos. Perplejidad, asombro y también dolor: porque aquí confluyen elementos –digamos- “surrealistas”, pero hay también un referente sólido, identificable, y más que real: el mundo, un mundo injusto e imperfecto, que podría y debería ser mucho mejor. Seguimos cada día con nuestra “vida normal”, como ese personaje- huevo frito, apellidado Prendergast. Pero esa vida, si de verdad estuviese hecha a escala humana, a justa escala humana, tendría calor y vuelo y abrazos de corazón y mucho más color. Estamos dañados, clasificados, amordazados, vigilados, y debemos, por eso, desconfiar de lo cerrado y lo perfecto, de ahí que el relatista-poeta (ante un mundo que deja de ser fiable o confiable) nos invite a que “no confiemos en nada, nunca, en nada, salvo en lo lacio y en lo malherido”. Un gran, limpio, arma del que dispone Zapata: la hiperpercepción que uno puede mantener viva en la edad adulta: uno puede haber pasado los cincuenta y mirar todavía como los niños y las criaturas de Rilke: “Con todos los ojos ve la criatura lo abierto…”. Aun sabiendo por el poeta checo-alemán que los ángeles y la belleza pueden, y suelen ser terribles. Se agradece también que las parábolas de “Materia oscura” no tengan ni pretendan tener moraleja o solución única. El filósofo Zapata vive sabiendo, como Aristóteles, que “el ser se dice de muchas maneras”. Ocurre tal vez que a uno lo visitan tijeras, piedras pómez o tribus de jíbaros, así, en tu domicilio, una tarde de sábado. Incluso una botella de sifón puede insistir en que sois primos y documentar el parentesco. El autor nos asegura que estas cosas pasan, lo malo no es que los objetos convivan con nosotros o se nos aparezcan o nos traigan de cabeza, lo malo son quienes enturbian y oscurecen, quienes “quieren a la tormenta arrodillada” con esa “forma innoble de no querer”. Lo malo de verdad es que “si queda un sueño está manoseado”.  Hoy hasta la estrella de Belén puede acabar en Stuttgart “en viaje de negocios”. Heidegger abogaba por “pensar de otra manera” y si le pedían concreción hablaba de un pensar que se pareciese a la poesía o la contuviera. Zapata nos cuenta que “si un día se tratara de pensar no haríamos nada”. Y se acerca tanto a la forma del poema que nos dejamos arrastrar por puros versos: “Ata la noche a la noche…” Nos vamos internando en su selva/propuesta entre asociaciones de ideas, imágenes poderosas y textos de una gran y extraña belleza: raras funciones de teatro donde el espectáculo continúa una vez se ha limpiado la sala y se ha echado el cierre. Las catástrofes no están por llegar, sino que ya ocurrieron y conviven en nosotros. No somos fuertes, ni superhéroes, Zapata reniega de las “poleas de la voluntad”, uno es frágil y sólo puede hablar “de lo que en mí ha desistido”. Si cambiásemos el verbo deambular por el verbo escribir, tal vez podamos intuir por qué Ángel Zapata tiene su propia voz y su propio, hermoso, camino: “DEAMBULA igual que cualquiera, no es esto lo que le diferencia de los demás, no podría serlo. Lo que sin intención por su parte le hace distinto son las bifurcaciones de su errancia, y el territorio latente, fugacísimo, que abren sus trayectorias”.

lunes, 19 de mayo de 2014

Javier Sáez de Ibarra y su "Bulevar"


Bulevar. Javier Sáez de Ibarra (Páginas de Espuma)
 
Leo estos días los relatos de “Bulevar”, de Javier Sáez de Ibarra y me encuentro con su complejidad y una riqueza de planos y ángulos que lo vuelven (afortunadamente) irreductible para el lector o crítico que pretendiese “cosificarlo”, extraer una esencia o latido único, o fijarlo en el corcho, ya sin vida, después de su captura y clasificación tranquilizadora en un expositor que se cierra con llave. Es de justicia, pues si en algo se afana este autor es en huir de los cerramientos y las cerrazones. Sáez de Ibarra deja que te asomes a sus detalladas y perfiladas historias y que saques, como en la vida misma, tus propias conclusiones y diversas lecturas. Entre otras cosas porque aquí se trata a menudo con largas incomprensiones de la vida y miradas lúcidas que implican y conllevan sentimientos (interpretables). De entre todas las propuestas que el autor hace en esta colección, me encuentro con cuatro cuentos que son para mí extraordinarios, no sólo por su capacidad de conmover e incluso conmocionar al lector, sino también por el ángulo austero, tranquilo y visionario desde el que se nos desgranan estas historias y se atiende (a) y reproduce la realidad cotidiana. Se trata de “Fuerza”, “La reina”, “Termina primero” y, por último, esa joya lograda e impecable que lleva por título “El señor Remáser”. En él, a Sáez de Ibarra le basta con situarnos ante la figura de un padre ingresado en el hospital tras una repentina dolencia cardiaca, ante el anciano de la cama vecina y la visita de los dos hijos del primero, para instalarnos en el curso auténtico de la realidad y de lo que pueden dar de sí existencias que se viven a menudo como fallidas.
J. S de Ibarra sabe establecer dialécticas fuertes entre hombres débiles, o mejor: entre hombres y mujeres como cada uno de nosotros, atrapados a menudo en nuestro propio carácter, con sus debilidades y obstinaciones. A veces se trata –como en “Termina primero”- de un profesor y un alumno en un violento malentendido de instituto, otras veces de los dos buenos amigos de “Fuerza”, tan unidos como separados por un secreto y un favor impagable que se guarda con celo hasta convertirse en elemento tóxico. “La reina” nos sitúa, como en sordina, pero de modo magistral, ante la irresoluble incomunicación entre un padre y un hijo. Y, al hacerlo, parece hablarnos a cada uno de nosotros de las incesantes tentativas vanas de entenderse y de franquear la opacidad de unos progenitores encerrados, como “carceleros de sí mismos” en sus propias evidencias y terquedades innegociables. No es casual que se emplee la imagen del ajedrez, pues en el fondo se trata de una partida en tablas, cuyo tablero acumula polvo de años, y que nadie -ni con las mejores intenciones- puede desbloquear.
Sáez de Ibarra sabe dar cuenta del discurrir minucioso e inaprensible de acontecimientos y sentimientos que con frecuencia nos sobrepasan o forman parte de un bulevar que se fragmenta y deforma a nuestro humano y modesto paso, porque no hay significado único, ni la vida es una calle de trazado perfecto.

martes, 21 de enero de 2014

ESCRIBIR LA VIDA. Eloy Tizón


Escribir la vida. Eloy Tizón
 

Muchos registros y maneras de contar contienen las “Técnicas de iluminación” de ELOY TIZÓN. Esa es una de sus muchas riquezas: que, en esta colección de relatos, su autor ha medido de modo paciente el cómo y el desde dónde quería acercarse a cada uno de los asuntos, con el tratamiento personal y literario que parecía corresponder en cada caso.  Es la adecuación del pintor no precipitado, que da un paso atrás y medita, sabiendo que las prisas o las expectativas propias y ajenas arruinarían, en este caso, no uno, sino diez lienzos: las diez historias en las que Tizón se embarca en estas Técnicas, que consiguen iluminar al final del camino. Bien saben los que meditan que nunca se parte de la iluminación, sino que la iluminación,  de haberla, se encuentra en todo caso al final del camino. De ahí que la visión del mundo que subyace y emerge en estas páginas proviene de un autor tan ambicioso (implacablemente exigente consigo mismo)  como humilde, al que sólo le interesa el hallazgo esforzado de la buena literatura, sin presunciones,  ruidos adjuntos,  o filigranas trilladas de escuela que recuerden a ese mismo traje de temporada demasiadas veces visto en los escaparates de ciudades tan parecidas, ese que se presenta una y otra vez como novedad. Así, en Fotosíntesis, primero de los textos, entramos suavemente en la particular mirada del escritor como obedeciendo a una invitación cordial porque él había dejado la puerta de casa abierta. Y enseguida acompañamos el caminar nómada de Robert Walser, acompasando nuestros pasos a los suyos (“Uno lleva el sendero en la sangre, nació con ello”). La verdadera vida es movimiento, se dice ahí. Y circundamos el mundo y los temas de Walser (la soledad extrema, la posibilidad/ imposibilidad de ser felices) desde la voz y la mirada poética de un narrador amigo, un admirador que también añora su ausencia y el hueco que dejó al morir. Sentimos con él la orfandad y la magnitud de una pérdida semejante, como una grieta que se abre en el suelo nevado de un camino imposible o demasiado grande para los hombres. Walser era un caminante, un Wanderer schubertiano, y también el asunto del caminar sin descanso (del perderse y del escapar sin saber si se va o se regresa, por paisajes vivos, o desolados como zonas de guerra y pesadilla) ocupa las páginas de la segunda pieza, “Merecía ser domingo”, evocación con notas surrealistas y líneas de fuga del mejor César Aira (pues también hay un Aira “malo”,  estéril o fallido) en torno a los complejos de adolescencia, a la timidez y el temor al ridículo por el modo propio de ser o de vestir. Tizón describe con viveza esa particular soledad aprendida en esos años, que tal vez nos acompaña ya para siempre. En medio de la prosa, como flores raras que son hallazgos reflexivos y verbales, emergen esas consideraciones que parecen confesiones personales en el oído del lector: “Y yo ya no puedo retroceder en el tiempo para defenderme y decirles que no, que yo no era tan impresentable, os lo juro (…) Busco una cabina de teléfono con línea directa al pasado. Si levanto el auricular, escucharé hablar en latín”. En esa inquietante región de la desemejanza, algunos lugares parecen manifestarse con signo cambiado: un bosque en el que los árboles se hayan vuelto, para los protagonistas en fuga, barrotes de jaula. Uno de los grandes cuentos es, sin duda, Ciudad dormitorio, con esa chica sola en un tren de cercanías yendo y regresando de su trabajo. Parece atravesar, de paso, las entrañas mismas de la propia ciudad y sus suburbios de droga, violencia y sueños que vienen demasiados grandes. En medio de la seriedad de la historia (el misterio sobre lo que ocurrió en un centro comercial que ve cada día a lo lejos, y en el que ella trabajó), desliza Tizón un humor landeriano: “La megafonía del tren estaba mal sincronizada, por lo que anunciaba a destiempo nombres de estaciones que ya habíamos dejado atrás, otras que correspondían a una línea distinta, o bien anticipaba con énfasis la llegada de destinos inexistentes, con nombres que parecían inventados por humoristas: Surtidor, Limonares, República”. Hay una “mirada social” en este relato de Tizón, una capacidad, a pie de calle, para saber qué tipo de personas pueden habitar calles y vagones de metro a ciertas horas, sus usos y sus costumbres, sus destinos arrastrados como pesadas cargas. Nos conmueve la soledad extrema del desdichado señor Toler, asomándonos a una insignificante tarde de domingo en su domicilio: “limpiando con un trapito húmedo el mando a distancia del televisor”. Y junto a esa percepción fina de la realidad, se superpone con frecuencia una hiperpercepción expresada en raras imágenes al otro lado de la ventanilla: masas de bosques de “violenta espuma verde” donde encontramos verosímil que los árboles hiervan o eructen pájaros. En el purgatorio urbano del mundo, resulta coherente la firme convicción de su protagonista: “Cuando nosotras nacimos, todo el amor del planeta se había gastado ya. Liquidado. Exhausto. Exprimido (…) El poco amor que quedaba estaba dicho en los libros, en las películas, en los telefilmes…” Y si se habla aquí de realidad e hiperrealidad funcionando juntas sin descarrilamientos, habría que atender a todo lo que surge y crece dentro de las narraciones de Eloy Tizón: el despliegue de las ocurrencias desborda y revienta las costuras del texto escueto o de su lograda técnica. Es entonces cuando, además de hacer literatura, el libro entero proclama vida literaria. El misterio de la trama puede quedar esbozado, difuminado, sugerido, como pendiente de resolución, porque el despliegue (el trayecto por el que Tizón nos ha conducido) era ya suficiente premio y narración poderosa. Otra gran pieza es “La calidad del aire”, con el deseo de perderse y desprenderse de todo de su protagonista, tras abandonar una fiesta en la que hubo un incidente (sólo apuntado) del que salió con los nudillos rojos y doloridos. Su deriva por la ciudad nos conduce a reflexionar acerca de la precariedad y la insignificancia del ser humano una vez que pierde sus objetos y posesiones. Tanto en Los horarios cambiados como en Manchas solares reflexiona el autor con lucidez sobre las incomprensiones de pareja, aunque de un modo bien distinto: en el primer caso aborda más bien el asunto del hastío de pareja una vez que todo parece dicho y hecho y todas las manías y rutinas confluyen en un insufrible conocimiento mutuo que suma cero: el “agotamiento de los actores en su décima toma”, agrediéndose verbalmente de continuo en discusiones estériles. Este relato propicia fértiles hallazgos descriptivos y enumerativos. En el segundo, en Manchas solares, nos coloca ante el estupor del marido abandonado que encuentra una nota de despedida de su pareja. Se trata ahora de cómo rehacer la vida, una vez que ésta nos sitúa de repente, sin avisos previos, en una posición en la que nos sentimos ridículos (y Tizón sabe explorar también la parte cómica del asunto). Es el no entender nada y tener que salir adelante, es también la puesta a prueba de convicciones y estatus que creíamos inamovibles. Hermoso y doloroso el choque entre expectativas y realidad en Volver a Oz. Un abismo que también está presente en la mujer trastornada (o lo que queda de ella tras ser fagocitada por una poderosa galerista de arte) de El cielo en casa. Difícil quedarse con un relato, digamos como “favorito”, pero a mí me arrastró, por encima de todas, esa evocación -que tanto tiene de despedida de un tiempo y de un modo de vida- llamada Alrededor de la boda. Gran cuento, tan humorístico como conmovedor y triste (y rebosante de fuerza expresiva) en el que se narra el viaje de tres amigos para la boda en provincias de una alocada compañera de universidad. Pocas veces se habrá enunciado de forma tan lúcida la frontera o el paso definitivo a una nueva vida, la ilusión y la preocupación por un nuevo estado de cosas en gran parte incontrolable: “Dio unos pasos para irse, pero al momento cambió de idea y volvió, porque casarse era, podía ser, un lugar oscuro e intimidante, sin traducción simultánea, un vértigo o una caída, algo incomprensible como esa silla de ahí, no, mejor como aquella otra”. También ese “nosotros”, esa voz coral que desglosa esta historia, parece estar disfrutando de una alegría, un amor y una última luz inmerecida (“de un lila suave, casi alienígena”) antes de ingresar en la seriedad de lo que vendrá en el futuro: esa vida absolutamente complicada de Manchas solares o Nautilus (con su desolado científico Almeyda y la pérdida de un hijo), la edad madura donde las lecciones apenas se aprenden o sirven de utilidad, porque todo se resume en una especie de valeroso “acto de fe” exclusivamente humano y en una improvisación, un ir “tocando de oído” mientras se vive.

lunes, 13 de enero de 2014

Acerca de la escritura de Eloy Tizón

Acabo de terminar las "Técnicas de iluminación", de Eloy Tizón. Lo he leído con la calma que, creo, merece un libro como éste. Puedes llamarlo una "calma respetuosa", una calma ceremonial a la altura de la lenta y afinada construcción y desarrollo con que el autor infundió vida y autenticidad a estas diez magníficas historias. Cierro el libro, ese último relato, "Nautilus", con su desolado científico Almeyda, pensando que, a partir de este hombre, Tizón ha sacado la radiografía exacta de nuestro desquiciado mundo contemporáneo: truculento, banal y olvidadizo. Dicen que hoy en día la vida de las publicaciones está condenada a ser corta. Digo yo que dependerá de nosotros: sostener a los buenos y dejar escapar con alivio a los que sólo daban gato por liebre. Hay libros que merecen con razón un destino pasajero. Otros, como éste de Tizón, deberían obtener, en cambio, permanencia. Yo, por si sirve de algo, la reclamo.
 

sábado, 14 de diciembre de 2013

En el "Bulevar" de Javier Sáez de Ibarra

De regreso ya en Madrid tras una breve escapada de unos pocos días en Berlín, fui ayer por la tarde/noche a la presentación de la colección de relatos "Bulevar", de Javier Sáez de Ibarra, publicados en Editorial Páginas de Espuma, y presentados en la madrileña librería Cervantes y compañía. Cuando dos autores se conocen tan bien como Miguel Ángel Muñoz (presentador) y el propio Javier, la conversación fluye sin más, cercana, alegre, sin necesidad de sujetarse a apuntes o guiones prefabricados. Se habló de la "prehistoria" y larga gestación de este libro. Y también del realismo, de sus límites y ampliaciones. Sáez de Ibarra es un autor que no se conforma con contar de oficio una historia, quiere llegar a algún tipo de verdad agazapada en alguna capa o recoveco del alma humana, por eso se exige como pocos antes de dar por buena una obra. De todo esto se habló ayer, y ahora seguro nos hablará a todos el propio "Bulevar".
 
 
 

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Ensimismado Paul Viejo

Paul Viejo

No conocía a PAUL VIEJO. Sabía sólo que era un tipo delgado, peinado hacia atrás y con pinta de duro, que vivía en Milán desde hace años en una especie de valiente exilio buscado. Las palabras "francotirador" y "guardaespaldas" (por supuesto, literarios) aumentaban su leyenda. También la palabra "jungla". Lo poco que sabía de él -o él de mí- me llegaba por esa condición tan intangible de "amigos de Facebook". Estos meses de octubre y noviembre en Madrid han estado para mí llenos de casualidades. Estaba yo terminando de leer LOS ENSIMISMADOS, de Paul Viejo y recibí una invitación para asistir a la presentación de Billie Ruth, de Edmundo Paz Soldán, en la librería Tipos Infames. El acto iba a presentarlo, precisamente, Paul Viejo. Al mismo tiempo, en esas mismas horas, la revista Mercurio me encargaba una reseña larga para el libro de Paz Soldán. Acudí a la librería y en el metro había terminado el último relato de Viejo, al que me encontré en un corrillo ante la puerta de la librería, donde por fin nos saludamos con un abrazo. No siempre el libro de un autor está todavía caliente en la pequeña maleta marrón que uno transporta. Parecía un revolver capaz de delatarte ante el propio escritor. A mí me delató enseguida, yo mismo confesé mi culpa: "Oye, Paul, acabo de terminar tu colección, aquí la llevo, ¿luego me la firmas?". No con un libro o con un revólver, pero sí con una escopeta que apunta en unas manos nerviosas y confusas ("Una autobiografía confusa", es el subtítulo del libro), comienza esta obra de Paul Viejo, que divide sus relatos en dos grupos: "Los descreídos" y "Los ensimismados". No fue ese primer relato de la escopeta que apunta en alto ("No temas, Jack") el que me atrapó, pero sí aprecié en él su interés en la dosificación de elementos -fragmentos rotos- y, sobre todo, su capacidad para implicar al lector en el juego de sus textos: los mimbres del cuento se fabrican, sin trampa ni cartón, ante el propio lector. Uno puede escribir como quien amaga una jugada prometedora en el campo para luego ralentizarla, cortarla, cambiar el juego, o reiniciarla. Así funcionan los impulsos narrativos de Paul Viejo. Fue con la segunda pieza, "Robert y Geena", donde me sumergí de lleno, y con gusto, en el imaginario que propone el autor, que se permite iniciar el texto como todo un Deus ex machina: "Robert quiere decirle algo a Geena, y sólo está en mi mano que finalmente se lo diga". Qué intenso relato va surgiendo desde una primera amenaza difusa, una persecución sólo sugerida y cómo vamos entrando en un road movie al uso (que se declara además típico y convencional) con atracos a mano armada a drugstore, pareja que sólo puede ser chica rubia y desesperada fuga en automóvil donde asombran ciertos detalles: "no le obliga a apartarse de la alfombra sucia de la carretera y corre todo lo que puede, mientras Geena flexiona las piernas y coloca sobre el salpicadero el abanico rojo en que se han convertido sus dedos y las uñas de los pies". Viejo propone un juego fértil con todos los ingredientes clásicos (autodeclarados) del género: "Es la historia de siempre, las noticias corren. Y más si es la pasma quien las envía. Probablemente la policía que los sigue haya dado la alarma a las autoridades de todo el condado y las autoridades de todo el condado hayan tenido que dejar a medias sus donuts para apostarse al lado inútil de la carretera esperando ver algo raro y detener un coche con una pareja y arrancarse a tiros cuando cualquier movimiento sospechoso bajase del coche y misión cumplida. Pero esta vez no sucede. Nada es distinto, pero no sucede". Y la camarera asaltada por la pareja en una cafetería solitaria mueve al duro milanés Paul Viejo al inesperado giro compasivo de ponerse a pensar y a considerar unos instantes las pocas propinas que esta mujer recibe, tan exiguas que no llegaran para la universidad de sus niñas. Se acelera el ritmo conforme el relato avanza con potentes imágenes y analogías: "Y los billetes, las carteras, los secretos, los relojes de todos los que estaban dentro, van cayendo a la bolsa que sostiene Robert como si fuera la recolecta de navidad de la parroquia". Me pregunto por el secreto de la atmósfera de este cuento y pienso en otro secreto, que no cayó en la bolsa, sino en la mente del lector: todo el texto está dominado por la visión inicial, la premonición trágica e insalvable de Robert. Qué gran final, en el que se apela al propio lector, directamente a su mirada y a su juicio, como testigo desenmascarado en su curiosidad malsana. "Septiembre", tercero de los cuentos, es para mí la joya del libro, uno de esos textos entonados, certeros y en estado de gracia. Jimmy Dodge conduciendo su furgoneta gris y... de nuevo hay que citar la primera frase: "Va a ser una noche tranquila y una historia tranquila". Dos hermanos, sus parejas respectivas, el deseo de escapar, la cabeza quebradiza, desbordada por las responsabilidades de la edad adulta, los viejos coches teledirigibles con los que jugaba de niño, el barranco que es abismo espacio-temporal, esa gran figura "Cabeza de papel", Paul, Samantha, sus diez años de relación, su aparente confort e instalación en la vida, Jimmy y su lucha contra la seriedad que nos vuelve troncos secos, el mal compartido... Es una historia que impacta ya desde su planteamiento y que te entrega en minutos todo un micromundo en el que, sin darte cuenta, estás inmerso, e interrogado. De nuevo Paul Viejo se vuelve maestro del amago y de lo sugerido entre la realidad y la ficción en "Mi regalo para Ronald. Empapada en Whisky". Esos lobos iniciales, difusos e innombrados pero reales, su amenaza sobre unas Sylvia y Maureen que salieron a practicar jogging, o tal vez no. El texto con sus fértiles cambios de ritmo, sus conversaciones posibles, sólo imaginadas, mundos que podrían ser o haber sido, canallas de la vida, inocencia vulnerada, inocentes que saben también morder, jugar sus bazas y ser verdugo o tener la mejor carta, el garito-club de Ronald... Una de las mejores armas narrativas de Paul Viejo es su acierto en la insinuación, una insinuación que sabe decir y apuntar certeramente, pero sin resolver del todo o rematar, dejando espacio para diferentes lecturas. En "Derrapar", con esas clases de conducir en Italia, sabemos de la Rubia, de un accidente, y el relato proviene sólo de un esbozo, de los fragmentos que nos llegan desde una conversación de barra de bar. Hay definiciones que estremecen: " Todo accidente es un fantasma que termina por aparecer. Una época feliz que se acaba". En "Ocho piernas", con el escribir firme y nada edulcorado o elusivo de Viejo,  asistimos a la extrañeza y desmemoria de un homosexual, desconcertado en la mañana. Es la perplejidad de Ron Sheppard ante un par de piernas de hombre que asoman bajo la manta al despertar, y su reconstrucción de los hechos: posibilidades que, como en el relato del atraco, pueden incluirte a ti, a tus deseos o a tu vergüenza por ser sorprendido y reconocido en ese trance. Y podría Paul Viejo haberse limitado a contar historias, pero, en ese juego de realidad-ficción, apuesta por una poética del cuento, no es extraño que el siguiente texto lleve por título "Mis problemas con la ficción" (brillante juego que da, de paso, la medida de la capacidad inventiva e iniciadora de historias de Paul Viejo). Contar, arrancarse a contar, es el dilema que preside "Cada noche", con esa mujer desnuda que le pide desde la cama "Cuéntame un cuento".  Una petición que martiriza: "Y pienso que no te va a gustar que te cuente uno de mis cuentos... cuentos sin apenas historia, tan quietos... Como si el mundo no pudiese estar en silencio de cuando en cuando..." Hay toda una honesta y esclarecedora declaración de principios (literarios) en el relato: "pero más difícil es contar un cuento como los míos, que casi son ventanas rotas, fotos rotas, juegos incompletos, rompecabezas a los que a veces les faltan fichas y donde tan importante es lo que se cuenta en el cuento, como lo que no se quiere o no se sabe o no se debe contar". Ahí continúa, con su petición no atendida, la amante desnuda,  "porque cómo explicarle que hay cuentos que ni siquiera tienen un final, igual que hay puñetazos que no dejan marca, un desenlace". Escribir es una tarea tan difícil que provocará combustiones internas en ese hombre de éxito, pero negado a la escritura, de "Una mirada irlandesa" ("Para él la vida ya no es más que una Hispano-Olivetti que no arranca"). "Correcciones" permite la aparición del autor y galerías hacia otros cuentos ("a la altura de aquella sucursal bancaria donde dice Paul Viejo que acribillaron a Geena), con una nieve prodigiosa para Ted Parker que es a la vez página y folio desbordado. Sabremos también que en la nieve hay cicatrices que son pisadas y que existen real o/y ficticiamente "unos ojos de color Alemania en primavera". El escritor puede ser ahí juez implacable, sentirse incluso culpable por su tremenda capacidad de decisión sobre la vida de sus frágiles personajes. Juez, e incluso aprendiz de mago en "Sin salir de Marta", que es la creación o el empuje, el soplido sobre una perturbadora Marta de ficción para que sea posible que, en la realidad, aparezca. Marta entre dos amores. Uno puede sufrir incluso celos de una mujer de ficción: "que follen también, Viejo, no puedes hacer nada, pero eso sí, no lo imagines, no los metas en tu cabeza porque entonces te la revientan". Un personaje de ficción puede ser insaciable: "Cuánto pide. Marta lo pide todo, y yo no me tengo ni a mí". Los límites del cuento y del perfilar personajes los recorre Paul Viejo en "Un cuento es un cuento es" y de paso celebra, como en todo el libro, la capacidad de inventar, de disparatar y mezclar. Dentro de una narración se reparten golpes, se disparan armas, o se va de puntillas, para no tener "la impresión de haber interrumpido el mayor acontecimiento de la historia". El libro termina con esa atmósfera londinense de "Divinos detalles", repleto de sonoridad, poesía e invención, de posibilidades que sólo se apuntan o quedan en germen: el hombre que ha salido del British con una bolsa de papel, o el encuentro, desnudo, con la hija de la casera en un pasillo. El autor vive en su texto y tal vez quiera irse de allí, "salir de esta historia" tras haber llamado zorra a su pareja. Todo cuento queda, finalmente sugerido, prometido y "ensimismado en sus propios misterios".

miércoles, 7 de noviembre de 2012

De unas palabras de Edmundo Paz Soldán

Ayer, durante la presentación en Madrid de su libro de relatos "Billie Ruth", Edmundo Paz Soldán dijo algo que me pareció de verdad interesante. Creo que son veintitrés los años que lleva viviendo en Estados Unidos, y comentó algo así como: "Yo pensaba que con los años me iría sintiendo cada vez más integrado en Estados Unidos y me siento, sin embargo, cada vez más extrañado. Ese extrañamiento, ese distanciamiento, es malo para la vida cotidiana, pero muy bueno para crear ficción"

lunes, 5 de noviembre de 2012

Del escritor como lobo

Puede que los buenos escritores, los escritores "de raza" o aquellos que han ido descubriendo cómo escribir de veras lo que quieren escribir, se asemejen en su tarea al proceder de los lobos que nos presenta PAUL VIEJO en uno de sus relatos de "Los ensimismados". Él escribe: "Los lobos no son conscientes de su juego. Descienden desde el bosque a la ciudad y comienzan a buscar sus objetivos, dando vueltas en círculos hasta estrecharlos... No saben lo que hacen, pero saben lo que quieren".