
Muchos registros y maneras de contar contienen
las “Técnicas de iluminación” de ELOY TIZÓN. Esa es una de sus muchas riquezas:
que, en esta colección de relatos, su autor ha medido de modo paciente el cómo y el desde dónde quería acercarse a cada uno de los asuntos, con el
tratamiento personal y literario que parecía corresponder en cada caso. Es la adecuación del pintor no precipitado, que
da un paso atrás y medita, sabiendo que las prisas o las expectativas propias y
ajenas arruinarían, en este caso, no uno, sino diez lienzos: las diez historias
en las que Tizón se embarca en estas Técnicas, que consiguen iluminar al final
del camino. Bien saben los que meditan que nunca se parte de la iluminación,
sino que la iluminación, de haberla, se encuentra
en todo caso al final del camino. De ahí que la visión del mundo que subyace y
emerge en estas páginas proviene de un autor tan ambicioso (implacablemente exigente
consigo mismo) como humilde, al que sólo
le interesa el hallazgo esforzado de la buena literatura, sin presunciones, ruidos adjuntos, o filigranas trilladas de escuela que recuerden
a ese mismo traje de temporada demasiadas veces visto en los escaparates de
ciudades tan parecidas, ese que se presenta una y otra vez como novedad. Así,
en Fotosíntesis, primero de los
textos, entramos suavemente en la particular mirada del escritor como
obedeciendo a una invitación cordial porque él había dejado la puerta de casa
abierta. Y enseguida acompañamos el caminar nómada de Robert Walser, acompasando
nuestros pasos a los suyos (“Uno lleva el sendero en la sangre, nació con
ello”). La verdadera vida es movimiento, se dice ahí. Y circundamos el mundo y
los temas de Walser (la soledad extrema, la posibilidad/ imposibilidad de ser felices)
desde la voz y la mirada poética de un narrador amigo, un admirador que también
añora su ausencia y el hueco que dejó al morir. Sentimos con él la orfandad y
la magnitud de una pérdida semejante, como una grieta que se abre en el suelo
nevado de un camino imposible o demasiado grande para los hombres. Walser era
un caminante, un Wanderer schubertiano,
y también el asunto del caminar sin descanso (del perderse y del escapar sin
saber si se va o se regresa, por paisajes vivos, o desolados como zonas de
guerra y pesadilla) ocupa las páginas de la segunda pieza, “Merecía ser
domingo”, evocación con notas surrealistas y líneas de fuga del mejor César
Aira (pues también hay un Aira “malo”, estéril o fallido) en torno a los complejos de
adolescencia, a la timidez y el temor al ridículo por el modo propio de ser o
de vestir. Tizón describe con viveza esa particular soledad aprendida en esos
años, que tal vez nos acompaña ya para siempre. En medio de la prosa, como
flores raras que son hallazgos reflexivos y verbales, emergen esas
consideraciones que parecen confesiones personales en el oído del lector: “Y yo
ya no puedo retroceder en el tiempo para defenderme y decirles que no, que yo
no era tan impresentable, os lo juro (…) Busco una cabina de teléfono con línea
directa al pasado. Si levanto el auricular, escucharé hablar en latín”. En esa
inquietante región de la desemejanza, algunos lugares parecen manifestarse con
signo cambiado: un bosque en el que los árboles se hayan vuelto, para los
protagonistas en fuga, barrotes de jaula. Uno de los grandes cuentos es, sin
duda, Ciudad dormitorio, con esa
chica sola en un tren de cercanías yendo y regresando de su trabajo. Parece
atravesar, de paso, las entrañas mismas de la propia ciudad y sus suburbios de
droga, violencia y sueños que vienen demasiados grandes. En medio de la
seriedad de la historia (el misterio sobre lo que ocurrió en un centro
comercial que ve cada día a lo lejos, y en el que ella trabajó), desliza Tizón
un humor landeriano: “La megafonía del tren estaba mal sincronizada, por lo que
anunciaba a destiempo nombres de estaciones que ya habíamos dejado atrás, otras
que correspondían a una línea distinta, o bien anticipaba con énfasis la
llegada de destinos inexistentes, con nombres que parecían inventados por
humoristas: Surtidor, Limonares, República”. Hay una “mirada social” en este
relato de Tizón, una capacidad, a pie de calle, para saber qué tipo de personas
pueden habitar calles y vagones de metro a ciertas horas, sus usos y sus
costumbres, sus destinos arrastrados como pesadas cargas. Nos conmueve la
soledad extrema del desdichado señor Toler, asomándonos a una insignificante tarde
de domingo en su domicilio: “limpiando con un trapito húmedo el mando a
distancia del televisor”. Y junto a esa percepción fina de la realidad, se
superpone con frecuencia una hiperpercepción expresada en raras imágenes al
otro lado de la ventanilla: masas de bosques de “violenta espuma verde” donde
encontramos verosímil que los árboles hiervan o eructen pájaros. En el purgatorio
urbano del mundo, resulta coherente la firme convicción de su protagonista:
“Cuando nosotras nacimos, todo el amor del planeta se había gastado ya.
Liquidado. Exhausto. Exprimido (…) El poco amor que quedaba estaba dicho en los
libros, en las películas, en los telefilmes…” Y si se habla aquí de realidad e hiperrealidad
funcionando juntas sin descarrilamientos, habría que atender a todo lo que
surge y crece dentro de las narraciones de Eloy Tizón: el despliegue de las
ocurrencias desborda y revienta las costuras del texto escueto o de su lograda
técnica. Es entonces cuando, además de hacer literatura, el libro entero proclama
vida literaria. El misterio de la trama puede quedar esbozado, difuminado,
sugerido, como pendiente de resolución, porque el despliegue (el trayecto por
el que Tizón nos ha conducido) era ya suficiente premio y narración poderosa. Otra
gran pieza es “La calidad del aire”, con el deseo de perderse y desprenderse de
todo de su protagonista, tras abandonar una fiesta en la que hubo un incidente
(sólo apuntado) del que salió con los nudillos rojos y doloridos. Su deriva por
la ciudad nos conduce a reflexionar acerca de la precariedad y la
insignificancia del ser humano una vez que pierde sus objetos y posesiones.
Tanto en Los horarios cambiados como en Manchas solares reflexiona el autor con lucidez sobre las
incomprensiones de pareja, aunque de un modo bien distinto: en el primer caso
aborda más bien el asunto del hastío de pareja una vez que todo parece dicho y
hecho y todas las manías y rutinas confluyen en un insufrible conocimiento
mutuo que suma cero: el “agotamiento de los actores en su décima toma”,
agrediéndose verbalmente de continuo en discusiones estériles. Este relato
propicia fértiles hallazgos descriptivos y enumerativos. En el segundo, en Manchas solares, nos coloca ante el
estupor del marido abandonado que encuentra una nota de despedida de su pareja.
Se trata ahora de cómo rehacer la vida, una vez que ésta nos sitúa de repente,
sin avisos previos, en una posición en la que nos sentimos ridículos (y Tizón
sabe explorar también la parte cómica del asunto). Es el no entender nada y
tener que salir adelante, es también la puesta a prueba de convicciones y estatus
que creíamos inamovibles. Hermoso y doloroso el choque entre expectativas y
realidad en Volver a Oz. Un abismo
que también está presente en la mujer trastornada (o lo que queda de ella tras
ser fagocitada por una poderosa galerista de arte) de El cielo en casa. Difícil quedarse con un relato, digamos como
“favorito”, pero a mí me arrastró, por encima de todas, esa evocación -que
tanto tiene de despedida de un tiempo y de un modo de vida- llamada Alrededor de la boda. Gran cuento, tan
humorístico como conmovedor y triste (y rebosante de fuerza expresiva) en el
que se narra el viaje de tres amigos para la boda en provincias de una alocada
compañera de universidad. Pocas veces se habrá enunciado de forma tan lúcida la
frontera o el paso definitivo a una nueva vida, la ilusión y la preocupación
por un nuevo estado de cosas en gran parte incontrolable: “Dio unos pasos para
irse, pero al momento cambió de idea y volvió, porque casarse era, podía ser,
un lugar oscuro e intimidante, sin traducción simultánea, un vértigo o una
caída, algo incomprensible como esa silla de ahí, no, mejor como aquella otra”.
También ese “nosotros”, esa voz coral que desglosa esta historia, parece estar
disfrutando de una alegría, un amor y una última luz inmerecida (“de un lila
suave, casi alienígena”) antes de ingresar en la seriedad de lo que vendrá en
el futuro: esa vida absolutamente complicada de Manchas solares o Nautilus (con
su desolado científico Almeyda y la pérdida de un hijo), la edad madura donde las lecciones apenas se aprenden o sirven de
utilidad, porque todo se resume en una especie de valeroso “acto de fe” exclusivamente
humano y en una improvisación, un ir “tocando de oído” mientras se vive.