Pequeñas biografías
por encargo
JAVIER MORALES ORTIZ
Huerga y Fierro editores. Madrid, 2013
Sigo la pista de
Javier Morales Ortiz (o mejor: la de sus
libros y la de su manera de narrar) desde que leí su breve colección de relatos
“Lisboa”, impresionado por los destellos y atmósferas que era capaz de lograr en unos y
otros lugares de aquellos cinco textos, valiéndose de una técnica directa y
austera donde la sinceridad y la cercanía del narrador también nos ganaban,
tanto por lo que contaba como por lo que dejaba apuntado y sólo sugerido en
beneficio del lector. Porque Javier Morales (Plasencia, 1968) no es escritor de
dejar los asuntos cerrados y con moraleja de fábrica o taller, sino un tipo que
está en el mundo y al que le gusta relatarnos la complejidad y ambigüedad de la
propia vida y de las relaciones personales: el calor de una pareja apasionada,
pero también el frío insufrible y cotidiano que rebosa en el alma de quienes ya
no se entienden o cuyos proyectos de vida común quebraron y dieron lugar a
rupturas, o a rutinas que se sobrellevan. Vuelve a acertar ahora en esta novela
que lleva por título “Pequeñas biografías por encargo”, donde no sólo es fiel a
lo mejor de sus anteriores escritos, sino que crece, toma altura e incluso juega
al despiste con el lector, cambiado de registro según los tramos, y presentando
su historia, la historia del protagonista, Samuel, a partir de tres momentos
concretos de su vida: 1999, 1982 y 2010. Ese tríptico permite ver al final el
sentido del conjunto, al recomponer su personaje atendiendo a su origen
(humilde, gente esforzada de campo) y a
lo que finalmente ha llegado a ser. La anécdota inicial (ese
inverosímil/verosímil Samuel, periodista con un don para redactar biografías,
que recibe, en la primavera de 1999, el encargo de seguir los pasos de David
Blount, un ciudadano británico afincado desde su juventud en un pueblo
extremeño) tiñe la narración de un logrado aire detectivesco, que en el caso de
Morales se vuelve todo un homenaje a un
género que admira. La misión se la encomienda un caro bufete de abogados
madrileño. El Madrid contemporáneo, ruidoso, crispado, caótico pero amado al
tiempo, nos lo entrega el autor con las notas de quien de veras lo conoce. Es
el espacio elegido por Samuel para vivir, el espacio que afirma, incluso ahora
que vive el distanciamiento personal y geográfico de su pareja, Sonia, cooperante
internacional, que en estos momentos se encuentra en Perú. Inverosímil, nos
damos cuenta, “poder mantenerse gracias a perfiles biográficos”, pero la buena
inverosimilitud la abraza uno pronto cuando funciona, como es el caso. Como en
los relatos de “Lisboa”, también aquí Morales se muestra, en principio,
directo, ágil y veloz. Este es sólo un registro: nos encontraremos también un
escritor con gusto en demorarse y detallar en esa parte troncal del libro
dedicada al verano de 1982, donde alcanza un aire landeriano a través de esas
figuras humildes y repletas de afán que eran los padres de Samuel en la
plantación y secadero de tabaco, donde el hijo y sus hermanos dejaron también
parte de su infancia y adolescencia). El perfil del británico Blount (solitario
y hermético, un científico brillante que devino fanático de la agricultura
ecológica) se va acrecentando con la acumulación de testimonios de los que lo
conocieron en La Comarca: desde la Guardia Civil a los miembros de la
cooperativa, alguna antigua amante, o esa profesora bien trazada y de increíble
nombre, Luz Verde, que ahora reside en Portugal. La reacción del científico
Blount contra las trampas de un mundo tecnologizado y con frecuencia inhumano, no
lo lleva por los derroteros de un
personaje reciente de Piglia (esa especie de terrorista Unabomber que aparece
en “El camino de Ida”) sino más bien hacia la figura del eremita, “habitual de
los caminos”, el hombre reservado en el que “había una puerta que nunca podías
traspasar”, pero, a la vez, es el insumiso, el comprometido con su comunidad y
sensible a los problemas de su región, entre ellos la despoblación del mundo
rural, la “paulatina degradación de La Comarca”. Morales sabe dar las notas de
un mundo muy español y rabiosamente contemporáneo, en el que los alcaldes
pueden ser promotores inmobiliarios de campos de golf, chalets y hoteles construidos
en reservas naturales. La certera descripción del alcalde no deja lugar a dudas:
“Bardón es un hombre atildado, con destellos horteras, alto, fondón y mirada
herrumbrosa. El pelo esmaltado, la pose enhiesta”. Parece que lo hemos visto, o que acabaremos
viéndolo, en la crónica de tribunales de un telediario en el apartado habitual de
corruptos contemporáneos. La identidad personal, las raíces propias, quedan,
para el autor, tremendamente ligadas al paisaje, al lugar sagrado que se
debería respetar: el “vínculo con la tierra”. El huraño Blount no carecía de su
lado humano y sociable. Un testimonio, que escucha nuestro “detective”, lo prueba:
“Otras veces me acompañaba a carear el ganado. Cuando hacía buen tiempo, por la
noche nos sentábamos a contemplar las estrellas, con un poco de queso de cabra
y una botella de vino. Me hacía compañía porque aquí arriba uno se siente muy
solo, sobre todo cuando hay tormentas”. El Blount opaco, que no malgasta
palabras, cobra a veces el aspecto del profeta visionario que nos advierte de
la necesidad de un cambio urgente, planetario, de nuestro modelo de vida.
Nos gana desde el inicio Samuel, el protagonista,
el biógrafo, el investigador: es sereno, escucha bien, es bienhumorado y con
los pies en la tierra. Una tierra a la que respeta tanto como para
deslumbrarnos con la segunda parte de este libro, esa fascinante exploración de
las raíces propias (sus progenitores y la labor del campo) que es el “SEGUNDO
MOMENTO. Verano de 1982” y que siendo el núcleo y el fuste de este libro,
podría funcionar también, y sin perder brillo, como texto autónomo, como un
relato largo que se cierra sobre sí mismo dejando atónito al lector por su
autenticidad y su potencia (incluido su explosivo final, que Morales deja caer sin
tremendismos, como una nota más de la partitura). El escritor salta atrás, a
aquellos años infantiles y adolescentes, de Renaults 8 y Seats 131. Nos lleva a
la plantación de tabaco en la que toda su familia se deja la vida mientras los
demás niños disfrutaban de vacaciones y novietas, o conocían el mar y las
piscinas. Nos regala la perplejidad del niño que fue, su mirada hacia las
gentes sacrificadas del campo en una espléndida recreación de época. Sabe
describirnos la insatisfacción en los ojos azules del capataz Julian Kreutzer,
las mujeres en torno a un fogón, o los azulejos ribeteados con mosaicos de una
cantina perdida en medio de la nada, mientras –se dice- “la adolescencia se
quema en aquellas tierras de labranza que ni siquiera son vuestras”. Hay un poderoso
“tú” con el que el narrador se dirige al niño que fue, desde la distancia, como
si quisiera desde tan lejos interpelarlo para comprenderse, en lo que fue, en
lo que aprendió, en las oportunidades que no tuvo y que quedaban aplazadas en
un difuso y desesperante “Habrá tiempo”, conocerse en el niño lector de
biografías que terminaría escribiéndolas también. Hay mucho de purificación
personal en esta parte del libro. Samuel nos resulta ahí conmovedor como nos suena
tan cercano en el Madrid de su buhardilla mientras sabemos de su
distanciamiento de Sonia o del buen detalle de su vida de amistades y noviazgos,
sus discusiones de pareja “pseudoideológicas, que sólo escondían nuestro
fracaso emocional”. Es un hombre práctico que nos hace a menudo reír: “Estaba
dispuesto a sacrificar a muchos de los ídolos de la tribu capitalista, excepto
el coche”. A veces bordea las paradojas de la revolución y los supuestos
revolucionarios en una óptica cercana a la del mexicano (reconvertido
madrileño) Federico Guzmán. Así, nos dice Morales de un personaje: “Entonces
tenía veinte o veinticinco años y mientras empuñaba el fusil se prometió que si
la revolución no llegaba antes de que cumpliera los treinta, se haría rico,
como de hecho ocurrió”. Un gran salto adelante nos conduce a 2010, a Barcelona,
a una tal Judith, muchos años después de aquella inicial Sonia. Los padres de
Samuel ya fallecidos (a los que el narrador homenajea como gente sencilla capaz
de haber fundado “una familia humilde, pero no vulgar”). Es invierno también en
la relación con Judith, ambos adoradores de un hijo en común, pero agotados de
su propia convivencia, “apenas compañeros de piso mal avenidos”, “tierra
quemada”, tanto, que habrá un imposible y fantasmal regreso a Isla, al lugar de
la infancia, donde reaparecerá el espectro de una antigua amante. El recuerdo
de los últimos días del padre en un hospital de Madrid llena los últimos
compases de la obra de compasión: “Francisco está ingresado en una habitación
con vistas al Parque del Oeste, en Madrid. Al otro lado de la ventana, un sol
invernal invita a salir, a dejarse acariciar por una luz suave y discreta,
inalcanzable ya para él”. El cuidado del enfermo en las últimas horas de vida,
la impotencia con la que abordar esa tarea, propicia la lucidez extrema del
protagonista. El infierno -comprende- tal vez no era un decorado de fuego sino
la desoladora sala de una unidad de cuidados intensivos.
Y
puede que aún reste un regreso imposible a la tierra de la infancia, al espacio
de la plantación, al amor de juventud encarnado en Virginia o en lo que hoy en
día ha llegado a ser. Morales lo propone de modo brillante. A veces uno
consigue convocar a los fantasmas y puede incluso que ellos nos golpeen en
plena cara como intrusos.
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