Fotografia tomada por Antonio Calabuig en lo alto de la Siegessäule (Columna de la Victoria). Berlin.
Ya de vuelta en Madrid después de dos semanas en Berlín. La última vez que había estado allí era en el verano de 1999. Así que ya diez años. En diez años una ciudad cambia tanto que hasta necesitas hacerte con una guía nueva porque la otra se ha quedado corta y desfasada, y más aún en una ciudad como esta, sometida a permanente reconstrucción, la famosa "Wiederaufbau" de los alemanes, su capacidad para levantar y levantarse una vez y otra, su necesidad de reconstruir que a veces linda con la obsesión tecnológico-innovadora. Solares que en el 99 aparecían repletos de vallas, grúas y forjados, que ahora, en 2009, son ya gigantescos centros comerciales con cines, tiendas y restaurantes, todo bajo el resguardo de la gigantesca cúpula acristalada del Sony Center de la Potsdamer Platz. La obsesión por el cristal, por esos edificios que desmienten el viejo hormigón de tiempos grises con la superposición de afiladas quillas transparentes que parecen cortar las esquinas. El enfrentamiento permanente y bien avenido de lo viejo y lo moderno. Cerca del naufragio fragmentado de la destrozada iglesia en recuerdo del emperador Guillermo (que aún parece humear por los bombardeos, mientras la gente hace sus compras en tiendas lujosas de la Ku-damm), junto al edificio de la Mercedes y su estrella giratoria, se anuncia y progresa ya un altísimo edificio futurista que será “ventana del zoo”. En diez años también tú cambias mucho, tenías 33 y has vuelto con 43, y ahora ya no vas tanto a tu aire sino que paseas a pie o en bicicleta con tus hijos de 8 y 6. Por 12 euros puedes tener tu bicicleta un día entero, hasta las ocho de la tarde, y, si es domingo, creerás a media mañana que te han dejado para ti la ciudad entera, para que la recorras de punta a punta sin cansarte o veas pasar veloz la estela de un grupo de patinadoras, zumbando inclinadas con las manos a la espalda para lograr la mejor aerodinámica, delante de ellas un coche con música y el cronómetro de carrera. Berlín es tan llana que no necesitas apenas cambiar marchas en tu bici, tal vez encuentres por casualidad una cuesta corta allá por la isla de los museos. Con los niños haces cosas que en el pasado no hiciste, recorres a la carrera lo alto de la cúpula de la Berliner Dom, vas a los parques con columpios, bomba de agua y tirolina cerca de la Savignyplatz, te haces fotografías en el Checkpoint Charlie junto a un par de tipos sonrientes, figurantes disfrazados de soldado francés y americano, compras camisetas-souvenir con la palabra Berlín o leyendas del muro, entras en tiendas de soldaditos de plomo y juguetes de madera, visitas la fortaleza de Spandau. Junto a la Puerta de Brandenburgo un anciano con casco y casaca prusianos toca un organillo y contrasta con la rubia uniformada con la que también puedes fotografiarte. Bebes de nuevo Berliner Kindl y Berliner Pilsner y tras dos semanas tienes que comprarte, como hace diez años, una maleta nueva para dar cabida a tanto libro como te has ido comprando en tu librería favorita, que no es Hugendubel, sino, como en el pasado, la Dussmann de la Friedrichstrasse. Te anima que el camarero o la señora de la marquesina del autobús elogien tu buen alemán, por el que ya has pasado tantas fases y desvelos. Muchas coincidencias parecían este verano llamar a Berlín: mi hermano Alejandro cubría allí las noticias del Mundial de atletismo para su revista Runner´s World, Joaquín Rodriguez me había enviado hace unos meses su última novela “Mediodía en Mitilene”, que tiene mucho del mundo de la antigua Alemania del Este, y precisamente yo terminaba estos días en Berlín, en nuestro piso de la Dahlmannstrasse de Charlottenburg, una reseña para El Cultural acerca del último libro de Roberto Ampuero, “El caso Neruda”, buena parte del cual transcurre también entre stasis y espías del antiguo Berlín oriental del año 73. Hay viajes que se quedan en viajes, y otros que son experiencias.
Querido Ernesto: disculpa si te digo que, leyendo esto, he recordado tanto "Berlin Alexanderplatz" (que, imagino para tu orgullo, me recomendó hace ya muuuuchos años Alex) y me has traído, además, las imágenes que experimenté y viví en esa ciudad hace algo más de un año. Sentí esos mismos contrastes de los que hablas y gracias por insistir en que hay viajes que son experiencias. La mayoría de ellos, en mi opinión, te hacen crecer...
ResponderEliminarUn beso muy grande y abrazo de bienvenida
Yo llegué a Berlín por primera vez en el año 92, tres después de la caída del muro, y lo hice atravesando los cráteres lunares de la carretera que llevaba desde Bayreuth a Barlín, atravesando un Leipzig todavía gris y en penumbra. En fin, mis recuerdos de entonces son menos poéticos y más culinarios, porque todavía puedo evocar el Currywurst y el Dönner Kebab que me zampé. Berlín es, sin duda, la capital mundial de esos dos manjares. Abrazos. Joaquín
ResponderEliminarHermano, me alegro que no se haya quedado en un simple viaje. Tras "vivir" en una ciudad como Berlín creo que es imposible regresar como si nada hubiera sucedido. Yo disfruté mucho durante el Mundial y espero volver pronto para seguir descubriendo rincones y personas. Un fuerte abrazo.
ResponderEliminarAlex Calabuig.
Muchas gracias a todos los que seguís este blog y os animáis a participar. Un abrazo.
ResponderEliminarAntonio, me encanta la foto.
ResponderEliminarTambién tu texto, Calabuig
Pero, Ernesto, hombre de Dios, cómo no me has avisado...
ResponderEliminarQuerido Ernesto:
ResponderEliminarDisculpa que pase por aquí para darme un poco de autobombo, pero quería recomendarte este enlace a la revista Ñ del diario argentino "Clarín", con una entrevista que le hice el miércoles al uruguayo Eduardo Galeano. No dejo el enlace por presumir de mí, sino porque él es una persona que merece ser leída. Gracias por dejarme 'okupar' tu rincón literario. Un beso grande
http://www.revistaenie.clarin.com/notas/2009/09/30/_-02009521.htm