Era la navidad del 2011 y aquel escritor se levantaba cada mañana con un pensamiento fijo, una idea recurrente en los últimos tiempos: a lo que más se parece escribir y publicar libros es a la tarea de enviar mensajes al espacio exterior en busca de improbables respuestas de otras civilizaciones. Cualquier lector es a la fuerza una especie de extraterrestre curioso o generoso. Se puede combatir la oscuridad y la falta de fama tomando atajos innobles o vendiendo el alma al diablo: al trapiche editorial o al concurso literario precocinado. Actividades extraliterarias que requerirían de una gran energía... que aquel escritor, en la navidad de 2011, ni tenía ni deseaba tener. Su gran deseo ingenuo para el próximo año linda con una candidez de Reyes Magos: que el reconocimiento dependiera exclusivamente de los méritos literarios.
lunes, 26 de diciembre de 2011
lunes, 21 de noviembre de 2011
La primera vez que escuché a Miguel Ángel Zapata (Granada, 1974) leer un relato en público, en la librería Tres rosas amarillas (un relato en el que unas gigantescas olas amenazaban con llevarse por delante a la humanidad entera comenzando por los niños) creí que se iba a romper un dique de contención al fondo de aquel local, a tono con el cuento, y que pereceríamos ahogados todos los presentes (Andrés Neuman incluido) flotando en un mar de libros. Cuento esta anécdota porque la lectura en estos días de sus relatos "ESQUINA INFERIOR DEL CUADRO" (Menoscuarto ediciones, 2011) reafirma mi convicción de que no es tanto un autor barroco o alambicado, sino tormentoso, un escritor que escribe a golpe de pasión, tormenta e impulso sísmico, cincelando y exprimiendo con la mayor honestidad el lenguaje y las imágenes para sacarles todo el partido y traducirlo en fuerza: en pura fuerza expresiva. M. A. Zapata escribe valiéndose de un mar agitado de sentimientos y palabras. Esquina inferior del cuadro se compone de 11 relatos, distribuidos en alineación 3-4-4, bajo tres epígrafes generales (: Los pequeños apocalipsis, Hojas para un calendario amarillo y Cuerpos extraños en la periferia del ojo). Arranca el libro con "En flor", detallado cuadro-evocación de infancia, sábados de agosto del narrador y su hermano conversando, jugando y bebiendo té helado en el jardín de la casa de unos tíos, un jardín que se siente como "patria". La figura del excéntrico, teatral y esquivo primo Oscar (con su progresiva "mirada de animal traicionado por los suyos") da lugar a toda una reflexión sobre la pérdida de la niñez y el ingreso infeliz pero excitante en la adolescencia. El relato avanza, crece en densidad, y nos hace conscientes del signo de un libro que irá mucho más allá del mero ingenio o la gracieta, que también cultiva. Asciende el trastorno destructivo de Oscar ante un narrador impotente que se tiene por "especialista humilde en redenciones y rescates". Como en otros muchos textos de Zapata, deja ver el lado oscuro, los frutos del mal, tanto que consigue en los finales del cuento un efecto arbóreo, botánico, ajustado al paso de la propia narración. No es casualidad que concluya la pieza refiriéndose a transformaciones, como si quisiera anunciar el tema del segundo cuento ("Procesos, devastaciones") y lo que ese logrado personaje de best seller, Amanda Z., obrará sobre el protagonista. "Procesos, devastaciones" tiene un registro muy diferente del primero, se trata de un relato vivo, ágil e inspirado, directo y con cambios de ritmo, donde el humor y el erotismo juegan un gran papel. Quizá sea "Fin de función" el relato más impactante del libro, con ese primer retrato de víctimas y verdugos ejemplificado en la insaciable brutalidad infantil de los colegios: la violencia diaria como una condena sobre el niño débil, enfermizo y raro de la clase: "a quién se le ocurre ser tan distinto, a qué tanta ostentación de timidez y debilidad... Así que toma, toma, toma (y todos los toma de todos los puños iguales, todos los puños de niños poderosos... este puño es de todos, nene, no es de nadie, tú no has visto ni sabes ni recuerdas, ¿eh, eh, eh?) Y retirarse luego, ¡qué manada, tíos, qué manada puta madre somos, colega!". Mucho parece tener de autocrítica ("La pena. Y la compasión que nunca tuvimos, que yo no quise ordenar"). Cautiva el progresivo, acelerado, ritmo de la prosa, su giro hacia lo poético, y la inesperada sorpresa final en la edad adulta. En "Nuestra forma de gruñir" tiende Zapata a un estilo más castizo al desgranar la anécdota de una octogenaria que comparte vivienda con un jabalí gigante e insaciable. No levanta ahí tanto el vuelo como en la siguiente pieza, otra cima del libro: "Naranjas y mecánicas", que se presenta como ópera bufa y cuyo experimento de lenguaje, prosa afinada y aguda observación sociológica complacería seguro a Landero o Longares. Tras esa surrealista historia de un jubilado falangistón a bordo de un tanque-torero-legionario capaz de hacer verónicas por las calles, armado con su cañón-estoque, hay un gran retrato de la soledad de quien, a cierta edad, se queda en absoluto fuera de juego incluso frente a los mínimos cambios del mundo. "Coleccionismo", con ese encuentro entre el anciano y el joven arrendatario y su final salvaje e inesperado, es otro texto que impresiona. Mucha ternura y comprensión de las dificultades de la existencia hay en las dos solitarias mujeres de "Inventario de tedios", también con sorpresa final. No me gustan demasiado "Prime Time" y su intimidad familiar televisivamente retransmitida con final morboso, aunque entiendo que se pretende llevar al extremo el absurdo de ese contemporáneo deseo de "mostrarse al mundo" y exhibirse a todo trance. Tampoco es mi favorito "Noé" y el imposible heroismo del obeso y trastornado Cándido Fanjul. Pero el libro vuelve a ganar intensidad en los dos últimos cuentos: en "Esquina inferior del cuadro", texto que da título a la colección, aparece, a propósito de la figura de un pintor adolescente y aparentemente santo, una de las lecciones que se imparte y reparte a lo largo de todo el libro: el deseo de mostrar "el reverso oscuro y silente de todas las cosas". De ahí que en el poético e inspirado "Los trabajos del astrónomo", dé Zapata toda una lección de su afinada capacidad de observación como narrador. Hay en este último cuento un aire visionario, una advertencia ante ese "no ser lo que parecen" de las cosas. No es casualidad que las últimas líneas cobren el aire de un elogio del perceptivo astrónomo que, como Zapata, es todo buen escritor.
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Relatos
jueves, 17 de noviembre de 2011
Entrevista en la revista Runner´s World
El periodista granadino Esteban Martín me hizo hace unos días, para su blog personal, una entrevista acerca de la escritura y el deporte que aparece ahora en la revista Runner´s World. Este es el enlace, por si os apetece verlo. Creo que se abordan temas interesantes.
http://www.runners.es/ernesto-calabuig-escritor-y-corredor
http://www.runners.es/ernesto-calabuig-escritor-y-corredor
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sábado, 15 de octubre de 2011
Las cuatro esquinas de Manuel Longares
En el último número de la revista "Mercurio" (Octubre de 2011. Nº 134) ha salido publicada una reseña que he escrito del libro de Manuel Longares Las cuatro esquinas. Si teneis ocasión de echarle un vistazo, ojalá que mi visión de esta obra os invite a disfrutar la prosa y el talento narrativo de este autor a la hora de retratar, mediante cuatro poderosos relatos, cuatro épocas decisivas de la reciente historia de España y de su propia vida (los cuarenta, los sesenta, los ochenta y los primeros años del siglo XXI). No estaría mal, de paso, que algún alumno de bachillerato supiera qué tipo de cosas ocurrían en nuestro país más o menos antes de ayer. El título de mi reseña, partiendo de una idea del propio Longares en su prólogo, es "Épocas que se pronuncian". Aquí está el enlace con la revista: http://www.revistamercurio.es/images/pdf/mercurio_134.pdf El artículo está en la pag. 24.
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Revista Mercurio
lunes, 10 de octubre de 2011
Recuperando un Theroux
Aunque el título de esta entrada suene más a alegría por el regreso al museo de un lienzo robado, el asunto es muy diferente: una amiga de este blog, P. R, admiradora de Paul Theroux, tuvo la amabilidad de escribirme este fin de semana comentando mi anterior entrada y recordándome que hace unos años, en 2003, yo escribí una reseña de una obra de Paul Theroux en la revista Quimera, la Quimera de los buenos tiempos en que aún la dirigía Fernando Valls. Su interés por hacerse con ese artículo, hace que yo lo reproduzca aquí, fuera de tiempo (si es que los libros tienen tiempo o caducidad. El hecho de que desaparezcan tan rápido de las librerías no debería volverlos tan insignificantes y casi inexistentes, o hacernos comulgar con ese falso dilema: O novedad, o nada). Lo publico tal como apareció allí. Al releerlo a toda prisa, me doy cuenta de que aún no eran tiempos de blog y brevedades. Si lo comparo demasiado con la concentración narrativa a la que me he (y han) acostumbrado en los últimos años en El Cultural o Mercurio... veo que soy otro, que me he vuelto otro, que tal vez lo haría ahora de otra manera. Bueno, pero no me arrepiento. Así es el texto:
.
VIAJES Y MÁS VIAJES HACIA EL AUTOR
PAUL THEROUX
Mi otra vida
Traducción de Diego Friera y María José Díez
Seix Barral, Barcelona, 2003, 567 pp.
No es de extrañar que Mario Vargas Llosa reconozca que suele meter en un buen lío a los lectores cada vez que les recomienda un libro de Paul Theroux: un lío que consiste en que pocos de ellos serán capaces de dejar a medio leer cualquiera de las voluminosas obras a las que el escritor norteamericano nos tiene acostumbrados. ¿Y no parece ésta ya una gran y suficiente virtud de Paul Theroux: desafiar al lector con tan gruesas novelas y lograr, que, lejos de aburrirnos, nos enganchemos, siempre curiosos, a sus cientos y cientos de páginas? En estos tiempos de prisas y poco tiempo de ocio real, -en los que, como decía Max Horkheimer, parece que hay que correr a toda prisa para quedarnos en el mismo sitio-, hay una pregunta de principio que parece insalvable: ¿por qué recomendar a los lectores que adquieran y lean una novela como Mi otra vida –567 páginas en la edición castellana-? Se me ocurren dos buenas razones que lo justifiquen: una teórica, general, y bastante obvia: en esto ha consistido siempre el “bien-leer”, el bien-leer requiere dedicación y tiempo. Y otra razón práctica y concreta (y digámoslo, de paso, de una vez por todas): Paul Theroux tiene auténtica gracia. Es, por mencionar las palabras que su personaje Lucy Haven emplea en la página 334 para describir a Theroux: “No chistoso, sino infinitamente divertido de una extraña forma”.
Que los sabios debatan ahora acerca
de si Theroux es, o no, un “gran escritor”. Yo confiaré entretanto, a quien
haya llegado hasta aquí, esta otra convicción personal: Paul Theroux es sobre
todo un “gran narrador”, capaz de tirar de nosotros a través de capítulos
mejores y peores. Uno diría –exagerando- que nos arrastra, casi cuente lo que
cuente. Y este hechizo sobre el lector tiene lugar incluso cuando, a lo largo
de sus extensas narraciones, se muestre a menudo muy irregular y hasta nos
inflija pesados castigos (como por
ejemplo soportar ¡casi en la página 400! a su
inverosímil doble, el escritor alemán Andreas Vorlaufer y un
aburridísimo relato supuestamente escrito por el germano, que, cómo no, aparece
también íntegro –unas 15 páginas más-). Hay muchos momentos en Mi otra vida en las que el autor nos
irrita y nos hace pensar –sobre todo en la parte que transcurre en Londres- que
su personaje central (él) no es mucho
más que un esteta, un snob rodeado de
snobs, todos ellos sin demasiada
sustancia. A veces –como en la pesada descripción de los detalles iniciales de
su amistad con Anthony Burgess, que sólo gana en gracia, intensidad y sentido
al final del capítulo- queremos tirar la toalla preguntándonos “¿pero adónde
conduce todo esto?”. Sin embargo, el encanto, el pacto con el lector, nunca se
rompe, y, a buen seguro, en páginas posteriores -bien sea por el agudo sentido
del humor del escritor, tan repartido a lo largo del libro, bien sea por sus
poéticas descripciones o por capítulos propios de un maestro, en los que cambia
de registro hacia la gran literatura (véase por ejemplo “El día más corto del
año”)- se reconcilia de sobra con nosotros. Por continuar con la referencia a
Burgess, quien haya sabido esperar y mantenerse en la lectura, comprende que,
sólo en las páginas finales de esa secuencia, entendemos el papel que este
relato concreto desempeña: escribir en el límite de los momentos de crisis del
matrimonio de Theroux mediante la descripción de los comportamientos de una
cena improvisada en casa con el famoso autor de La naranja mecánica, y mostrar de paso el verdadero retrato de
Anthony Burgess: a ojos de Theroux, un personaje con talento pero no genial y,
por encima de todo, absolutamente cínico, snob
y cruel, capaz de humillar a quien se tercie con tal de hacer una gracia, una
ingeniosidad, un juego de palabras. He hablado ya de encanto, de gracia, de un pacto con
el lector... y es que, sin duda, el tipo de literatura que acostumbra a hacer
Theroux presupone un reino de curiosidades y curiosos (lectores). Presupone,
sobre todo, que el autor se toma a sí mismo y a sus cosas tan en serio como
Theroux lo hace, y que los lectores han decidido seguirle en una especie de
pacto implícito. (Jose María Guelbenzu ha bromeado con cierta razón acerca del
ego del autor, al decir de Mi otra vida : “es la historia de un escritor
que está encantado de ser escritor y de haberse conocido”). Sea como
sea, desde el momento en que, en los inicios de la narración, acompañamos a un
Theroux de veintitrés años hacia el interior del África negra, huyendo de las
convencionales y ordenadas ciudades del África central diseñadas por los
británicos, buscando un mundo real, salvaje, inexplorado, sencillo, íntegro, en
una conradiana descripción de su tren
como un barco de vapor que avanza pesadamente por la selva, por unas espesura
que describe como océano, sabemos que ya estamos sin remedio absolutamente
atrapados, que ya estamos indefectiblemente “a bordo”. Conforme avanzamos por
las páginas, nos hacemos fácilmente a un Paul Theroux narrador, testigo,
espectador, tan egocéntrico como autocrítico y crítico de su sociedad (o en su
caso habría que decir “sociedades”), y sobre todo nos dejamos seducir por esta
especie de continuo relato del chico bueno y digno, a menudo rodeado de
frívolos y malvados que, o no conocen la dignidad o hace tiempo que la
perdieron. Tomamos partido por él y lo seguimos por todos esos apartados y
exóticos mundos y vidas que nunca conoceríamos si dependiera sólo de nuestros
escasos medios.
Y
es que Paul Theroux se dio a conocer como “escritor de viajes” que seguía la
estela de Burgess y Naipaul, y para el gran público –tal es el misterio de la
difusión de las novelas llevadas al cine- sobre todo por ser el autor de La costa de los mosquitos. En Mi otra
vida el escritor es también un gran viajero. De hecho los capítulos
transcurren entre los cinco continentes, y lo mismo encontramos historias de su
vida en los sesenta en Malaui en el África negra –¡que incluyen hasta su
conocimiento del dialecto chinyanja-,
que prolongadas estancias como crítico literario y escritor en Londres,
docencias en Singapur, citas en Edimburgo, anécdotas de las cárceles de
Ecuador, mujeres australianas de Sidney, psicoanalistas argentino-norteamericanas,
cenas privadas con la reina de Inglaterra, nostálgicos regresos a Medford, a
Boston... Sin embargo, en esta obra concreta, se tiene la sensación de que lo
de menos es lo pintoresco de los diferentes ambientes que nos presenta: una
lección clara que se extrae de estas 567 páginas es que la lógica de Paul
Theroux conduce sólo a Paul Theroux, y, más que una novela de formación, resulta
un ejercicio en el que el autor, narrándonos básicamente su vida antes y
después la separación de su esposa Alison y sus dos hijos, quiere explicarse a
sí mismo, ponerse en claro para tratar de entenderse. En sus propias palabras,
este libro son unas “memorias imaginarias”: “la historia de una vida que podría
haber vivido si las cosas hubiesen sido distintas”. Sin embargo, siendo, por decirlo
así, una “vida exagerada”, una “vida acelerada”, la acción transcurre tan
paralela y cercana a su propia existencia real –de por sí ya suficientemente
variada y extravagante- que, salvo algunas situaciones y personajes demasiado
inverosímiles, casi caricaturas (y no son muchos), sentimos que, desde un
principio, ha querido jugar al despiste, embaucarnos, encantarnos, y que lo que
está mostrando a las claras es, básicamente, su verdadera biografía, pues tal
es la “solidez de especificación” –por usar el término de Henry James- y el
detalle minucioso de sus estupendamente ambientadas historias. Después de todo,
confiesa en la p.366: “Trato de describir las cosas tal y como son, tal y como
ocurrieron. Me enorgullezco de decir la verdad, ya que la verdad siempre es más
interesante que cualquier cosa que uno pueda inventar”. Ya en la p. 346, había escrito
lo siguiente para referirse a su manera de entender la escritura, haciendo de
paso un guiño a la doctrina de su viejo maestro y amigo (hoy enemigo) Naipaul:
“Mis libros eran la parte visible de mi mente. Y no podía separar lo que
escribía de mi persona. Lo que hacía no era un trabajo, era un proceso de mi
vida”.
Realmentes
entonadas y llenas de fuerza están muchas de las páginas de los capítulos
“Medford: próximas tres salidas” y “George y yo”, dedicados a su triste regreso
a los Estados Unidos tras la separación de su esposa, su comprensión tardía y
trágica de que sólo en el pasado –especialmente en sus años de matrimonio en
Londres, cuando los niños aún eran pequeños y él no mucho más que un
gacetillero que quería ser novelista- había sido de verdad feliz. Hace en esos
pasajes una magistral descripción de su sensación de estar perdido y del
extrañamiento que sufre ante su Medford natal, que ahora le parece tan cambiado
y ajeno, aun cuando el bosque por el que esquiaba hace cuarenta años sea aún el
mismo bosque con la misma nieve. Todo lo que él conocía (el autocine etc.)
cerró hace mil años –como le hace ver la joven Weechie, que hasta parece hablar
en otro idioma que Theroux-. Sólo su viejo amigo George se da, cómo él mismo,
un cierto parecido al que fue, y se sienten por ello un tanto triunfantes,
supervivientes y sabios, lo que resulta a la vez tan real como aparente: en los
treinta y cuatro años que han estado separados les han ocurrido ya demasiadas
cosas, demasiadas “otras vidas”.
Sería
fácil, con todo, quedarnos en afirmar que esta novela está compuesta sólo por
una colección de variopintos capítulos-retales que siguen más o menos un orden
cronológico. Y sería también fácil que ese precipitado juicio nos hiciera pasar
por alto el fresco completo que Theroux muestra finalmente de su tan exitosa
como desdichada vida, un fresco guiado por una curiosa lógica de conjunto que
él mismo parece querer explicarnos en la p. 517: “La vida carece de argumento
evidente, de modo que parece más confusa que la ficción (...) Son tantas las
cosas que ocurren en la vida de una persona sin previo aviso, contradictorias,
aparentemente inconexas y sin un patrón determinado, que, sin una unidad
perceptible, es como si en todos esos incidentes una misma persona llevara
varias vidas distintas (...) No puede descifrarse a partir de lo poco que
resulta visible. ¿Quién puede saber por unos cuantos cientos de yardas de
carretera que esta es una autopista que va de costa a costa?”. Sólo el
entramado de los hechos, sólo la sucesión, mezcla y sedimentación de las capas
parece ofrecernos el esbozo de un dibujo más o menos completo. No es casual la
imagen final que Theroux nos ofrece: al hacer recuento de los efectos
personales que le llegan en cajas tras su divorcio, aparece un cuenco de
“interminable macedonia” que, en los sesenta, cada semana, le llenaba y
rellenaba -mezclando la fruta nueva y la vieja, sin tirar nunca nada- su
cocinero africano Julius Magoya. Tantas vidas parecen sumar, finalmente, una
vida.
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martes, 4 de octubre de 2011
Después de Alemania
Uno no debería ausentarse tanto tiempo de su propio blog. Sobre todo si espera que alguien lo siga y se tome interés en alguna de sus ideas y reflexiones. Estuve este verano por Alemania (por Heidelberg y alrededores) y tenía intención de escribir a la vuelta sobre mi viaje y mis lecturas (adivínenlo, alemanas). Quería hablar especialmente de algunos libros de Judith Hermann con los que me fui haciendo en diferentes librerías de Heidelberg, Stuttgart y Freiburg. Me pareció curioso encontrar un solo libro de ella en cada una de las librerías grandes de esas ciudades y tener que aguardar a una nueva excursión para que estuviese disponible el siguiente. Exageraré diciendo que estaban allí "esperándome". Un agnóstico puede creer de cuando en cuando en el destino aunque sea a modo de juego, ¿no? Pronto hablaré aquí del último de sus libros, su colección de relatos Alice. Y espero seguir comentando más adelante otras dos de sus obras Sommerhaus, später (Casa de verano, después) y Nichts als Gespenster (tan solo fantasmas).
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domingo, 17 de julio de 2011
Sobre Sábatos y Prons

martes, 31 de mayo de 2011
OCHO MOMENTOS DE LA PRESENTACION DE CLEMENS MEYER EN LA FERIA DEL LIBRO DE MADRID
Llegó a Madrid Clemens Meyer, uno de los más poderosos autores de la literatura alemana contemporánea.
Estos son los momentos previos a nuestra charla en el Pabellón Círculo de Lectores del Parque del Retiro
Tuve la suerte de presentarlo y dialogar con él. Así como tuve la fortuna de traducir su "Die Nacht, die Lichter" (La noche, las luces) gracias al encargo del editor español, Jose Ángel Zapatero (foto de abajo)
Pero, sobre todo, el placer de compartir con él conversaciones, bromas, paseos, cervezas... Y descubrir no sólo al escritor de talento, sino también a una persona abierta, generosa, apasionada, y de gran corazón.
(Fotografías tomadas por María Castro)
domingo, 8 de mayo de 2011
Clemens Meyer en español


Acaba de aparecer entre las novedades de Menoscuarto Ediciones "La noche, las luces", se trata de mi traducción del alemán de esta colección de relatos. Clemens Meyer (n. 1977) es, en mi opinión, una de las voces más interesantes de la narrativa alemana contemporánea. Lejos de ser un clónico autor light de escuela literaria, tiene de verdad un mundo propio, tan salvaje y radical como poético. Visitará la Feria del Libro de Madrid a finales de mayo (el día 30) dentro del programa cultural del Instituto Goethe (Kulturprogramm Madrid), pues Alemania es este año el país invitado. Tendré una conversación con él, una especie de mesa redonda, en no sé qué pabellón de algún lugar del parque de El Retiro. (Ahora ya lo sé: será en el Pabellón Fundación Círculo de Lectores, el lunes 30 de mayo a las 8 de la tarde).
miércoles, 13 de abril de 2011
La poesía de Rafael Juárez: su "Medio siglo"
RAFAEL JUAREZ
Pre-Textos. Valencia, 2011
“Si alguien viene, trae el frío; si alguien llega, tú estás lejos”, escribe el poeta Rafael Juárez (Estepa, Sevilla, 1956) en Bahía de los genoveses, uno de los poemas que componen su Medio siglo. Y no es causal esta referencia de inicio, pues el tono de esas palabras parece contener la mezcla de desencanto, aceptación plena de las circunstancias, y el sabio estar de vuelta que preside y domina todo el libro: “¿Cuántas horas tendrá nuestra jornada? Después de tantos pasos, ¿dónde iremos?” Si alguien pensaba que alinearse con la tradición significa algo así como estar apolillado, se sorprenderá con el modo de decir de Rafael Juárez, poeta desde hace mucho “granadino”, que no corre el riesgo del experimentalismo sino uno todavía mayor y más alto: decir aún con una voz y un ritmo clásico, sin desdeñar la pura rima, partiendo de los maestros del ayer para seguir hablando hoy, del momento presente, de su presente. No parece poco experimento. Su instrumento es la palabra honda, la palabra que suena con un aire todavía machadiano y donde aún alientan Garcilaso y San Juan, Lorca y Blas de Otero. Como en el caso de Joan Margarit, la humildad que Juárez cultiva no se cultiva, porque no es impostada, porque surge sencillamente así, de su manera de ser y de su voz. Tenía que llegar, cómo no, un sobrio homenaje explícito a Machado, porque ese era el impulso, la coloratura y la deriva que llevaban las palabras: “Esos versos te hicieron como eras/ son los ojos que ven pasar el río…” Juárez evoca sin cesar paisajes, costumbres, lugares vividos y revividos, sólidas casas avejentadas que han llevado el compás de su propia vida (“Mi alma es como esta casa grande y vieja, llena de soledad y de rincones”), libros leídos y olvidados, caminos con sentido, vías de tren, antepasados que se nombran como si se pasara lista y que echaron raíces para siempre en la tierra que él habita: “Sois el pueblo de ausentes al que volveré un día”. Evoca la niñez de un modo cercano a Luis Rosales. Pues si éste escribía: “Era verdadero como un camino que conduce a la infancia”, Juárez recordará los “secretos soles de conciencia de cuando fuimos niños” o logrará, a su través, poderosas imágenes acerca de cómo será su propia muerte: “descansaré como un niño que se esconde en un pálpito de espera”. Tal vez sólo en ese no hacer ruido de Rafael Juárez, en ese duro pero lúcido reducto en el que vive y escribe el poeta, puedan percibirse y desentrañarse las cosas de verdad importantes: “Claro es lo oscuro, libre lo secreto”. Puede que sólo desde ahí, desde el duro apartamiento, se alcance algo de sabiduría sobrepasado el medio siglo: “Me fui para vivir, pero regreso/ igual que de una mala madrugada” o “Luego la brisa de la madrugada/ nos hará felices si aprendemos” o “Y es verdad. No hay más que dejar la casa, ir a la fuente temprano y descubrir la mañana”. Juárez no es ajeno a la terribilidad del mundo (“Aquí ya no hay dolor para que el hombre mida su dolor”), pero la serenidad que los años le conceden, remite a la imagen de “una viña silenciosa” o “una costumbre suave”.
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martes, 15 de febrero de 2011
Los que cuentan
En la novela "La piel del miedo", de Javier Vásconez, encuentro, en boca de su protagonista, una frase que podría definir todavía (más allá de los experimentos del marketing editorial y otros transgénicos) la peculiar manera de ser y estar en el mundo de cualquier escritor auténtico, o, como suele decirse, de raza: "Soy un hombre despojado de atributos que escarba sin cesar su conciencia, esa zona de oscuridad donde se ventila la escritura, un hombre dispuesto a contar con exaltación una historia".
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sábado, 8 de enero de 2011
Decir, o no decir
Estos días atrás, aún en Navidades, mientras subía una de las largas cuestas del Parque del Oeste (y la mañana era fresca, pero increíblemente luminosa -no puedo evitar el tópico de la "luz velazqueña"-), me vino de nuevo a la memoria aquella frase de Wittgenstein que me impresionó tanto en mis tiempos de estudiante de Filosofía: "Lo místico no es cómo sea el mundo, sino que sea". Una de las tentaciones que deberían inquietar a cualquier autor de blog medianamente consciente es la disyuntiva entre seguir diciendo o permanecer, al menos temporalmente, callado. Esto explica en parte la escasa frecuencia de mis entradas en este blog. "Reden ist Silber, schweigen ist Gold" (Hablar es plata, callar es oro) suelen decir los alemanes. El propio Wittgenstein, filósofo capaz de tanta soberbia como humildad, hizo célebre aquella otra sensata observación: "En las cuestiones que no entiendo me gusta callar". Supongo que terminar y empezar el año con pocas ganas de decir, es un grave riesgo que un escritor no debería permitirse. Tal como marcha el mundo, parece que un escritor debería tener un ego como una casa y estar encantado de haberse conocido, si es que quiere sobrevivir ahí afuera. Lo siento, desde mis diecisiete años, yo sólo me afirmo y afilo las armas cuando tomo parte en carreras de mediofondo y fondo, donde, pese al carácter competitivo, hay un aire general de nobleza y buena lid y donde nadie parte con ventaja. Digamos que he terminado el año 2010 un poco escamado, no de la literatura (pues la buena literatura nunca defrauda) pero sí de su parte exterior: de la vidilla literaria y sus endogamias, listas cerradas, y órbitas más que previsibles y cicateras. Me consuelan y me sirven de faro y referencia autores como Landero, Longares, Coetzee... capaces de vivir con una autenticidad casi secreta sus tareas literarias sin perder la perspectiva, los pies sobre la tierra, ni escuchar cantos de sirena. Replegarse, volver hacia sí, conseguir que el texto que uno cuida y hace lentamente avanzar sea el único horizonte y acontecimiento que interese. En eso estoy, o quiero estar, para 2011. Y pensar que hasta este alegato acerca del callar puede volverse vanidoso y egocéntrico decir...
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