El Agua dura de
Sergi Bellver
(Agua dura. Ediciones del Viento, 2013)
No tarda mucho el lector en percibir la
prosa de largo aliento y las imágenes potentes de Sergi Bellver en esta
colección de doce relatos que lleva por título Agua dura. Basta la imagen de una mujer hermosa que ve aproximarse
una tormenta en un páramo, o la descripción del automóvil en mal estado en el
viajan (huyen) sus dos protagonistas (en “Propiedad privada”) para ponernos sobre
aviso de que aquí se trata de contar buenas historias y de
impresionar/sorprender a quien haya apostado por leerlas. “Entre el paraguas y
el vestido, negros los dos, la piel de Diana se ilumina como un milagro (…) Es
un coche viejo. Grande, rojo y tan viejo que el óxido y la pintura se confunden
como sangre fresca sobre sangre seca”. Es San Lorenzo, o la búsqueda de San
Lorenzo. Es un territorio perdido de sierras y desierto y esos dos hermanos
(¿en fuga? –aún no sabemos-) recuerdan modernos jinetes de Rulfo, ahora
motorizados, pero que tal vez compartan la misma desesperación de aquellos que
cruzaban otras tierras o recibían unas que eran estafa o puro pedregal. El
paisaje impresiona en su carencia y el propio cuerpo de la chica que hace
castings publicitarios será lugar de cobijo para una instantánea rana que salta
hacia la ventanilla y se posa en su pierna. Más tarde será territorio breve para
el beso de otra mujer o para la lluvia obstinada que cala vestidos y huesos. Se
adivina una herencia de una madre que no los quiso, una finca con caserón medio
abandonado de la que él guarda borroso recuerdo de niño… Emergen a lo largo de
este primer relato figuras amenazantes que son señales que inquietan: esa loba
que se cruza en la carretera, animales agonizantes, extraños visitantes que
invaden la propiedad en mitad de la noche para hacer fiestas, o un fanático
religioso alcoholizado que, al encontrarlo en la puerta, “pareciera haber estado
esperándole desde siempre, ahí, impasible como un juez bíblico”. La pálida
belleza de Diana, su desnudez desinhibida, asoma como el único contrapunto hermoso
frente a ese paisaje de muertos y desolación que la figura materna parece
haberles legado. A ese precipicio nos asoma Bellver como si fuera un mero
mirador, con el solo apunte, dejando en el aire, o sólo enunciados, elementos
concretos, porque quizá, lejos de la concreción o el fácil psicoanálisis de
padres ausentes al que la historia podría remitir, prefiere que percibamos la
pura orfandad, la soledad extrema, la quiebra y la huida de esta pareja de
hermanos para los que no parece haber reposo o buena tierra sobre la que les
sea posible habitar. Bellver, como sus “héroes”, es sólo un nómada al que sólo
le cabe por equipaje la sobriedad narrativa, pues ni adorna, ni edulcora, ni
cree en un mundo edulcorado. Sabe que el hielo puede quebrarse bajo nuestro
peso y que ese es el estado del hombre en el mundo. Así sabe mostrarlo “El nudo
de Koen”, esa historia de los dos duplicados hermanos Koen: uno de ellos, un
prometedor y exacto hermano, fallecido diez años atrás, ahogado en un canal, un
Wunderkind, un niño prodigio, el preferido de sus padres. La casa ya vuelta
sólo mausoleo en su memoria, injusticia permanente con el hermano vivo, siempre
medido y comparado. Bellver nos habla de la imposibilidad de estar a la altura,
del dolor de no ser más que una réplica. “Me recuerdan que soy un segundo
intento y yo no quiero ser tú”. De nuevo la ausencia de hogar propio, de nuevo
la negación de un lugar estable en el mundo. El relato tiene el aire espejeante
de una buena parábola borgiana, donde también la orfandad está presente y ese
no haber casa posible. Que lo más inhumano lo perpetre un ser humano, es también
el núcleo central de “Los ojos de Sarah”, de ahí la pertinencia de la cita
inicial de “El corazón de las tinieblas” que Bellver selecciona. Ahora estamos
en Sâo Paulo a bordo de un Volkswagen escarabajo, donde Sarah y Abel (él, de
niño, un superviviente de los campos, un conejillo de Indias que pudo salir
adelante como un animal herido) van a la búsqueda del nazi Mengele. Celebrar el
Estado de Israel se hace difícil cuando hay tanto por llorar: “lloraban a los
muertos que no podrían ver la Tierra Prometida. Lloraban también a mis padres y
hermanos, cuyos rostros a duras penas conseguía ya entonces recordar”. La
belleza femenina, esta vez la de Sarah, es de nuevo una isla, lo único admirable
en este paisaje de bestias, pagos y venganzas imposibles, fantasmas que escapan
y aún parecen burlarse de nosotros. Hermosa Sarah bajo el diluvio mientras va
ovillada y descalza en el asiento del copiloto y hermosa cada mañana al
levantarse: “Cuando ella despierta, sabes que la Tierra gira porque Sarah lo ha
decidido así durante su viaje, y que ha regresado dispuesta a ello -siempre se
levanta como si brotara de una burbuja- a una tarea que no puede aplazarse ni
un minuto más”. Hay en este libro otros relatos más “ligeros” que se enredan
con el puro divertimento o con mostrar la pincelada de un signo de los tiempos.
Puro divertimento experimental hay en “La muerte de Edmund Blackadder”, un
cuento-hipótesis narrado desde la crónica futura de un periódico alemán en
2014: un atentado islamista con la noria del London Eye rodando a sus anchas
por la ciudad para matar entre otros al intérprete de Mr. Bean en plenos Juegos
Olímpicos. Relatos “signo de los tiempos” serían “Banana Dream” (invasión de
museos a cargo de un pintoresco comando), “Deseo de ser Dimitri” (ambientado en
la Atenas de las protestas sociales contra un modelo de mundo y su lenguaje
perverso) y “La manada” (que sabe hablarnos de la precariedad contemporánea –y de
nuevo de la falta de hogar propio- a través de ese portero de inmueble, Cervera).
Más insustancial me parece “Señales de vida”, pero potente y bien definido
resulta “Pájaros que llegan a Moscú”, historia de la forja de un matón, con el
recuerdo difuso de una tal Irina, que nos narra un testimonio de supervivencia
en la capital rusa y la búsqueda de calor y de un lugar en el mundo, tema
bellveriano donde los haya. En su desarrollo, curiosas apreciaciones como esta
retienen la atención del lector: “Así van a la deriva los moscovitas (…) les
arrastra alguna otra cosa, se pierden en algo más grande, se olvidan de que una
vez fueron bosque y ahora son poco más que un ejército de árboles muertos en
retirada”. Y a veces no es sólo la soledad extrema, la falta de casa o de lugar,
el límite del padecimiento, puede que incluso se lancen a arrebatarte lo poco
que tienes o tuviste: una casa desvencijada y la vieja furgoneta de la que fue
tu madre (así son las herencias posibles en el mundo bellveriano). Es el caso
de un cuento intenso como “En la boca del otro”, donde se narra con viveza la
destrucción, la lucha por la vida hasta el agotamiento extremo, literalmente
hasta la última fuerza o gota de sangre, contra un jabalí rabioso o contra los
semejantes, vecinos de región, que vienen a ser lo mismo, al fin y al cabo
manada, del mismo modo cegados en su brutalidad. Interesante el duelo de
culturistas, también hasta la extenuación, del relato “Mala hierba”. Pero para
mí, el texto entre los textos de esta colección es la pieza final: “Islandia”,
gran y evocador cuento que surge del triste viaje de un hombre (pescadero en
Madrid) para recoger las cenizas de su hermano, perdido desde hace años en
Reikiavik. Elige bien Bellver este lugar gélido para volver a desgranar
incomunicaciones, familias escurridizas y fratrías imposibles. Incluso el
lenguaje extranjero es impedimento en esta travesía donde los ojos de los otros
“le desafían con el brillo de la grava cuando se moja”. Cartas durante años sin
abrir que ahora despliegan confianza y señales asombradas de maravillas del paisaje,
que llegan demasiado tarde, “cuánta vida, hermano”. Porque el agua dura -nos
advierte Sergi Bellver- es “metáfora oscura”, un líquido que corroe todo a su
paso, que obstruye las cañerías e impide que las cosas y los sentimientos
puedan fluir. La felicidad se perfila entre estos hielos como una breve
posesión, una percepción buscada que vuelve a escaparse o que demasiado pronto termina.
Y, sin embargo, parece sugerir el autor, merece la pena ser libre e intentarlo.
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