Me gustaría decir que “releo” la Estrella distante de Bolaño, pero en realidad esta es mi primera -y
muy tardía- lectura. Por mucho que uno lea, siempre llega tarde a la cita con
libros importantes. La suerte es que este tipo de obras saben esperarnos y no
nos reprochan la demora, siguen intactas, disponibles, dispuestas para
recibirnos. En el caso de Estrella distante, queriendo brillar para hacernos
partícipes, desde las primeras páginas, del emerger de la figura diabólica del
supuesto poeta autodidacta Ruiz-Tagle (Carlos Wieder) en tiempos de pre-golpe
chileno, de los destellos crecientes del monstruo, del torturador disfrazado en
aquel entonces aún de joven artista. No tarda en llegar la densidad narrativa
que siempre logra Bolaño (sí, sigue logrando, no cabe aquí el pretérito imperfecto),
su misterioso talento sobreabundante que desborda los límites de sus historias
como si le faltara espacio y, sobre todo, tiempo. Porque la de Bolaño –después
supimos- era una carrera veloz, agónica, para darlo todo, para expresar pronto,
como si lo volcara, lo mucho que tenía dentro. Pero estamos en medio de unos talleres de poesía. Es
1973. Y en medio del grupo –entre gente libre y llena de sueños, gente capaz de
amar- crece entre palabras la sombra del teniente-aviador Carlos Wieder, de la
Fuerza Aérea Chilena. El supuesto aviador-poeta. Pronto llegará el Golpe. Años
después, la búsqueda emprendida por el amigo Bibiano, su seguir las pistas de
Juan Stein y de Soto en el exilio (poetas profesores de aquellos talleres),
recuerda en la lejanía a otra desesperada búsqueda, la del
escurridizo/fantasmal Archimboldi en 2666.
Cómo explicar todo lo que Roberto Bolaño va abriendo frente a tus ojos, y en tu
mente, mientras lo lees, ese despliegue a la vez humano y sobrehumano, contingente
y necesario. A veces los monstruos son capaces de inquietar y superar a sus propios hermanos de armas y sangre. Así Wieder –tras la exhibición aérea por el cielo de
Santiago entre nubes de tormenta- con su macabra exposición fotográfica en una
pequeña sala donde se entra en fila de uno: el puro horror fotografiado, la
constancia seriada de lo inhumano. Y Bolaño encaminándonos hacia el giro final:
dar con el paradero del criminal Carlos Wieder una vez que aparece esa figura
necesaria, Romero, el sagaz ex policía en otro tiempo condecorado por Allende. Cuando
ya piensas que Bolaño se ha perdido por digresiones acerca del submundo del
cine porno y una profusa relación de revistas literarias de la extrema derecha…
de nuevo te ves en la persecución del macabro Wieder y ya nada va a distraerte.
Han pasado veinte años de la barbarie, pero los verdugos siguen teniendo sus
horas de tomar café por mucho que se encuentren bien lejos. Y todo tenía y
tiene, pues, sentido en la narración, y ya no parece haber una palabra de más ni de menos: nada
falta, nada sobra, porque ese tramo final es simplemente adecuado, justo,
perfecto.
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