sábado, 1 de junio de 2024

OVIDIO PARADES, "MI MADRE Y YO"

 

Son muchos los escritores que han (hemos) introducido o filtrado las figuras familiares en mayor o menor medida, o con referencias más o menos directas o abiertas, en los relatos, novelas, poemas… pero es necesaria una gran mezcla de valentía y de necesidad de catarsis para afrontar el reto de retratar como tema central la relación con una madre que, además, acaba de dejar este mundo. Esa fue la tarea que deseó o se autoimpuso Ovidio Parades (Oviedo, 1971), narrador experto en la observación y minucia de las vidas cotidianas y en las siempre difíciles relaciones humanas. Bastaría leer su novela “La noche se detiene” o sus recientes relatos “Carver y el metro de Berlín” para apreciar esa mirada concreta, ese buen microscopio enfocado sobre las frágiles existencias que en el fondo somos. Parades no interpone el halo de confusión de Beckett en “Molloy”  para referirse a la madre perdida, tampoco coloca, como Camus en “El extranjero”, la noticia del fallecimiento como detonante de una narración que irá por otros caminos. Sencillamente se sitúa ante el puro y terrible vendaval, para recibirlo y soportarlo nietzscheanamente, sin apartar la mirada de la oscuridad del pozo. Al comenzar la lectura recordé aquella novela breve del austriaco Peter Handke en la que enfrentaba este mismo asunto, la radical ausencia de una madre, y que en castellano se tradujo con un duro “Desgracia impeorable”. En alemán, “Wunschloses Unglück”, designa algo así como la mayor de las desgracias, la desgracia sin remedio, la desgracia absoluta. Desde el comienzo del libro, en sintonía con las citas iniciales, Ovidio Parades nos sitúa ante su madre, Nuria Álvarez Alonso, como núcleo y eje de su vida. Tan solo dos días después de la pérdida, el hijo/narrador sintió la necesidad de tomar en un cuaderno las notas que irían construyendo esta novela, desde la vivencia del duelo y desde la conciencia clara de que el tiempo pasa veloz y borra los detalles y la memoria sin consideración alguna. Escribe “desde el frío, el desamparo y la orfandad absoluta” y sin dejar distancia, desde el puro y demoledor golpe recién recibido, que todo lo ha trastocado y arrasado: “¿Qué sentido le puedo dar ya a las horas, a los relojes?”, dice. En los primeros tanteos de escritura, mientras busca la voz y, en lo posible la cabeza clara, evoca un viaje a San Francisco con su pareja, que dio lugar en su día a un poema y que, sobre todo, supuso una revelación, una comprensión de lo perdido que está en general el ser humano contemporáneo. La madre, con quien solo se llevaba veintidós años, se revela también desde los comienzos del texto como una gran compañera de vida, como un ser comprensivo adelantado a su tiempo, que “nunca juzgó a nadie” y que apoyó al hijo año tras año, sin dudas ni fisuras, tanto en el respeto absoluto a su orientación sexual como en su deseo de ser lector y escritor contra viento y marea. Ovidio Parades alterna pasado y presente en una ágil narración en la que va desvelando momentos significativos de la existencia de ambos. Nos habla de los viejos y felices veraneos de la niñez, de los acostumbrados aperitivos o sesiones de cine compartidas, o de los paseos matinales que, con el paso del tiempo y los problemas de salud, se fueron acortando y dificultando, pero también de la rebeldía para que todo aquel mágico mundo siguiera, aunque reducido, ocurriendo y teniendo sentido. La de Parades es una realidad poblada y sostenida por los iconos del cine y de la literatura, la fragilidad materna es también la fragilidad final de Marguerite Duras. El rostro elegante de su madre, el cuidado en los detalles de su modo de vestir, se iguala con el de las actrices francesas que representaban mujeres de provincias en las películas de Claude Chabrol. “Mi madre y yo” no tiene como objetivo la simple verosimilitud propia de las ficciones, sino tratar de llegar a las cosas tal como fueron, con la precisión del detalle cierto, “la verdad entonces y ahora, desnuda. Sin disfraces, maquillajes, retoques, falsedad, ni acartonamiento alguno. Mi verdad. Nuestra verdad”. El mundo de Parades es, a la vez, un mundo interpretado, un mundo sostenido y soportado por el consuelo de los libros y las películas, las escritoras, escritores, actores y actrices que iluminan o iluminaron nuestras vidas. Iconos como Cassavetes, Deneuve, Shirley MacLaine, Gena Rowlands, Charo López, Sam Sephard, Carmen Martín Gaite… conforman un esplendoroso santoral laico. “Pero ahora se ríe como diciendo cuánta literatura le echas siempre a todo. Cuánto cine. Cuánto teatro. Eso ya lo sabes, mamá. Las cosas que me salvaron, que me salvan, del lado más ingrato de esta vida (…) Tantas tardes de cine. Tantas noches de cine. Tantos cines que ya no existen (…) Mi formación. Mi identidad. Mis años decisivos. De donde procedo. Y ella, mi madre, siempre a mi lado”. Los hechos se leen a través del amparo de hermosos y poéticos cristales: “Recuerdo a mi madre caminando por aquellos paisajes veraniegos de la infancia, como una especie de señora Dalloway que salía temprano a comprar frutas”. El reto inicial, contar desde tanto dolor –también desde el insomnio, la orfandad, el desánimo-, no se deja llevar en cambio por el desmán sentimentaloide, el ternurismo o lo cursi. Hay mucha sobriedad, una sobriedad que no se abandona en todo el trayecto de esta hermosa y cuidada escritura que nos relata, por ejemplo, aquellos ingenuos veraneos de los años setenta en los que los padres y los hijos buscaban y encontraban el paraíso a bordo de un Seat 127 camino de una playa de Alicante, en un cine al aire libre, o disfrutando del aroma de las primeras mandarinas de octubre cuando aún había fruta según las estaciones. Un pasado como un tesoro al que retornar para encontrar consuelo ante la injusticia del acoso escolar en aquellos colegios de curas (“Cuánto miedo. Cuánta intolerancia. Cuánta oscuridad”), ante la pérdida de los buenos amigos que ya no están, o en medio de las sucesivas hospitalizaciones de la madre, tratando de mantener la esperanza y albergando el deseo absurdo de empezar de nuevo, hasta el fallecimiento de una madre que era “refinada, educada, discreta y cercana con todo el mundo”. Conforme se avanza en el texto, se percibe que este no es sólo el homenaje a una figura materna, sino el intento de comprensión de toda una época y de una vida. “El tiempo es una línea de tiza que se va resquebrajando en una pizarra imaginaria”. Junto con la conciencia del tiempo (“Vamos haciéndonos viejos”) que nos devora junto con nuestras pequeñas posesiones (la silla que se abandona en la calle un día cualquiera cuando se desmantela la vivienda de una pareja de ancianos), el libro nos habla también, en su parte final de la rebeldía de sobrevivir, de buscar/reencontrar un punto de apoyo, de calma y de equilibrio, un centro de gravedad permanente que diría Battiato, del que no en vano cita al final del libro su canción “Tutto l´universo obbedisce all´amore”. Hay una apuesta final por el amor de pareja, todavía y “tantos años después”. Quizá sólo tras esa convicción, la de que pese a todo, el universo obedece al amor y que el amor, mucho más grande que nosotros, puede sostenernos, es posible pasar al otro lado del duelo y de su necesaria y purificadora narración, para seguir adelante, como en el fondo siempre hizo ese “niño desvalido, que sacaba fuerzas de esos lugares recónditos de su interior”.

6 comentarios:

  1. Grandísima reseña de tu obra, Ovidio!!!

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  2. Fantástica reseña, muchas ganas de leer a Ovidio

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  3. Genial Ernesto. Asombrosa la descripción del libro. Debe ser bueno.👌

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  4. Debéis leerla, es un texto de amor entrañable en el que no esquiva el dolor. Me encantó

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  5. Qué gran crítica, emocionante.

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