sábado, 15 de marzo de 2025

EN EL ATENEO DE SANTANDER

Fue un placer presentar en el Ateneo de Santander, el pasado jueves 13 de marzo, el último libro de MARIO CRESPO, La bigornia (Tres Hermanas Libros). Todo un viaje en el tiempo a un Santander de otra época, historias que son un cuadro de costumbres de gente esforzada y emprendedora. En la buena compañía del autor y del profesor Jaime Cuesta.





 

 
 


jueves, 13 de febrero de 2025

EL REINO VEGETAL DE MARC COLELL

 

De Marc Colell, los viejos veranos y un Reino vegetal

 

Tardé muchos meses, más de lo que hubiera deseado, en adentrarme en la lectura del Reino vegetal de Marc Colell. Tenía la novela, como nos sucede a menudo, entre los muchos textos pendientes de lectura, pero sentía que, de algún modo, este libro me llamaba o me esperaba de una manera diferente, como si acaso contuviese un mensaje o una enseñanza para mí. Pero, sobre todo, quería saber de qué clase de reino quería hablarme este autor catalán que residió también largo tiempo en Argentina, y por qué se trataba, precisamente, de un reino vegetal? Una mañana luminosa, frente al mar de Estepona, el reflejo de unas palmeras inundando la pantalla del portátil en el que escribía, me parecieron la señal definitiva: debía, sin más, y por fin, leerlo.

Desde el comienzo de la narración se advierte la cuidada prosa castellana de Marc Colell, su escritura limpia y precisa mientras nos presenta a la protagonista, Carlota, encargada de transmitirnos todo un detallado micromundo y por tanto un verdadero mundo. Ella es una adolescente de trece años que toma el sol en una piscina de una urbanización de verano acompañada de su anciana gata Julieta mientras el solitario Sr. Mataró, Francisco, antiguo cantante melódico de boleros, ha dejado sus cosas y su peluquín como cada día a un lado, discretamente ordenados en la pradera, y se esfuerza en nadar sus largos diarios con disciplina y precisión de reloj suizo, aunque nadie lo sepa, lo valore o le importe. Pensamos en uno de esos veraneos clásicos y hermosos de los ochenta y noventa, cuando la vida iba más despacio y aún nos mirábamos a la cara y conversábamos sin la tiranía de las pantallas (“La piscina está vacía, recién planchada, con todo el verano por delante”), pero la frase/deseo/ casi plegaria “que nada cambie”, en una primera página, ya nos advierte también de la dificultad de sostener las cosas de la vida sin que se desmoronen. Son tiempos de viernes de Un, dos, tres televisivos y de críos y crías que comen pipas o helados en pandilla, que beben a escondidas sus primeros tragos de alcohol o se retan en arriesgadas travesuras: Patricia, Alba, Jordi, Esteve, Olivia, Andreu… protegidos en su reino vigilado, en su “ecosistema de cien casas”, por el guarda Enrique y sus pastores alemanes. Frente al universo coral de esta urbanización que va emergiendo ante el lector vienen a la cabeza otras novelas, argentinas, el Cámara Gesell de Guillermo Saccomanno o el Fuera de temporada de Alicia Plante ambientado en Pinamar, en ambas obras, como en esta de Marc Colell, hay un denominador común: las apariencias ocultan un fondo oscuro.  Colell da las notas precisas de época a partir de los objetos cotidianos, las canciones, actores, revistas y costumbres de entonces, veraneos felices de helados Popeye, Calipos, Dráculas o Frigodedos. A través de la protagonista y de su afinada mirada de testigo y casi de espía, se nos ofrece un mundo de familias de clase media y de matrimonios que a menudo no son lo que parecen: los Montesa, los Pompeu, los Torrent… Es una observadora-registradora de movimientos y conversaciones, dotada de una precisa mirada sociológica. Ella se vuelve nuestros ojos y nos entrega un paisaje: bajo la apariencia armónica de quienes pasan alegres veraneos entre la playa, restaurantes, chiringuitos, partidas de frontón, fiestas y concursos de grupo, se esconden a menudo, de puertas para adentro, situaciones trágicas, humillaciones, frustraciones, crueldades, envidias, afirmaciones de masculinidad, secretos, violencia doméstica, trapicheos con droga, adicciones en años terribles del SIDA… Los payasos que amenizan una de las fiestas, vistos de cerca en su precariedad vital o reconvertidos un rato más tarde en obligados camareros mal desmaquillados, simbolizan en realidad el fin de la ingenuidad y de la mirada limpia y admirada de aquel grupo de niños. Han perdido en unos instantes la magia. Sirven las mesas “abatidos, taciturnos y pluriempleados”. También la cantante sobre el escenario mira a hurtadillas su reloj, quiere terminar de una vez, quiere descansar, recuperarse para el próximo bolo. Colell utiliza deliberadamente una narración fragmentada, que corresponde a la lógica de una difícil reconstrucción, y alterna redondas y cursivas para hablarnos desde la Carlota adolescente y también desde la actual, la mujer que, muchos años después, trata de evocar y de comprender entre la neblina lejana del tiempo y de lo que aún permanece en la memoria. Y hay un recuerdo que se impone y que da sentido a toda la novela, la ausencia, o más bien la presencia fantasmal, de Ferrán, el gran amigo de Carlota, su camarada y compañero de aventuras y paseos, el otro observador, que enfermó y falleció con tan solo diez años. Un día, en otro verano, se lo llevaron en automóvil y nunca volvió a verlo. Hay, pues, una tragedia o duelo de fondo que impregna el tono del libro hasta transformarlo en un gran canto al amigo que se marchó demasiado pronto. El dolor sin reparación de los padres de Ferrán o de la propia protagonista es uno de los temas que se imponen y permanecen en medio de las idas y venidas del conjunto de personajes. Se sigue viviendo por inercia, más o menos como el Sr. Mataró insiste en seguir nadando cada día. (“Piensas en su dolor. Lo reconoces, de pronto. Son dos personas, un padre y una madre. Se arrastran. Se contorsionan como dos insectos bañados en veneno. Dos personas, nada más. Obligadas a seguir siéndolo. Obligadas a levantarse cada mañana. A preparar los desayunos. A salir a la calle y respirar”). Los veraneos del pasado eran radiantes y deseados, pero nunca concordaban del todo con el luminoso Verano azul que la televisión se empeña en reponer cada temporada. Frente a la célebre teleserie, Colell escribe: “Siguen ahí, enlatados, bajando por el paseo con sus bicicletas. Las mismas sonrisas, el mismo verano. Zigzaguean, se sueltan de manos, tararean su canción. Nunca saldrán de ahí. Vivirán para siempre en ese pueblo, aborreciendo la sandía, el mar, la guitarra de Julia, su insufrible candidez. Julia, la niña eterna, inocente, atrapada en un cuerpo de mujer. Todos los veranos. Irresponsables, vagos, condenados a la muerte repetida de Chanquete, a su muerte y su resurrección. Se lo merecen. Por los niños de secano, de los páramos, de las ciudades en agosto, sin coche ni escapadas, sin una maldita fuente en la que meter los pies(…) por la felicidad sin límites, anegada de mayonesa y protector solar”.   Los últimos compases de la novela nos meten de lleno en los siempre desoladores finales de verano en las localidades costeras, pero además se presentan aquí, a través de la figura del adolescente irlandés, como una premonición de una dura vida adulta, sin brillo, de rutinas insalvables.  Esta novela, este reino vegetal construido a partir de la suma de percepciones de una adolescente de un tiempo que se fue, nos brinda un emocionante, creciente y adecuado final, tan desesperado como necesario, hermoso y poético.

ERNESTO CALABUIG

jueves, 7 de noviembre de 2024

DE LA NECESIDAD DE REFLEXIÓN

Decía Sócrates, ante quienes lo juzgaban y sentenciaban, que una vida sin reflexión no merece la pena. El ya sabía entonces hasta qué punto, sin pensamiento, los tiranos de este mundo podían ser elegidos y reelegidos. "SILUETAS PENSANTES" es mi tentativa de reflexión sobre este sistema de vida enloquecido en el que nos movemos cada día.

Tres Hermanas Libros

jueves, 31 de octubre de 2024

"SILUETAS PENSANTES" A VUESTRA DISPOSICIÓN

Desde ayer ya se encuentra en librerías mi nuevo libro, SILUETAS PENSANTES, publicado en Tres Hermanas Libros. Espero que os guste y que sirva para la reflexión en este mundo acelerado e incomprensible que habitamos cada día



 

lunes, 28 de octubre de 2024

ENCUENTROS DE RELATO

Qué bonito encuentro tuvimos el pasado sábado en el club de lectura en @girasol_libreria para hablar sobre mis relatos. Gracias a todo el grupo y en especial a @carmenvillafuertesm por hacer posibles esas horas tan interesantes y cálidas.


 


viernes, 25 de octubre de 2024

PRESENTACIÓN DE MIS "SILUETAS PENSANTES" EN MADRID

Fue un placer conversar hace un par de días con ALEJANDRO VERGARA acerca mis SILUETAS PENSANTES en la librería Amapolas en Octubre. Gracias a cuantos vinisteis a escucharnos y gracias a la escritora y librera LAURA RIÑÓN por tanto cariño y hospitalidad.




 

miércoles, 23 de octubre de 2024

NUEVO LIBRO "SILUETAS PENSANTES"

Esta tarde presentaremos Alejandro Vergara y yo mi nuevo libro, "SILUETAS PENSANTES" en la madrileña librería Amapolas en Octubre. Esta vez no se trata de relatos ni de novela. Se trata de un libro de reflexiones que necesitaba escribir, acerca de los extraños tiempos en los que todos vivimos. Podéis encontrarlo ya, publicado en Tres Hermanas Libros.



 

sábado, 1 de junio de 2024

OVIDIO PARADES, "MI MADRE Y YO"

 

Son muchos los escritores que han (hemos) introducido o filtrado las figuras familiares en mayor o menor medida, o con referencias más o menos directas o abiertas, en los relatos, novelas, poemas… pero es necesaria una gran mezcla de valentía y de necesidad de catarsis para afrontar el reto de retratar como tema central la relación con una madre que, además, acaba de dejar este mundo. Esa fue la tarea que deseó o se autoimpuso Ovidio Parades (Oviedo, 1971), narrador experto en la observación y minucia de las vidas cotidianas y en las siempre difíciles relaciones humanas. Bastaría leer su novela “La noche se detiene” o sus recientes relatos “Carver y el metro de Berlín” para apreciar esa mirada concreta, ese buen microscopio enfocado sobre las frágiles existencias que en el fondo somos. Parades no interpone el halo de confusión de Beckett en “Molloy”  para referirse a la madre perdida, tampoco coloca, como Camus en “El extranjero”, la noticia del fallecimiento como detonante de una narración que irá por otros caminos. Sencillamente se sitúa ante el puro y terrible vendaval, para recibirlo y soportarlo nietzscheanamente, sin apartar la mirada de la oscuridad del pozo. Al comenzar la lectura recordé aquella novela breve del austriaco Peter Handke en la que enfrentaba este mismo asunto, la radical ausencia de una madre, y que en castellano se tradujo con un duro “Desgracia impeorable”. En alemán, “Wunschloses Unglück”, designa algo así como la mayor de las desgracias, la desgracia sin remedio, la desgracia absoluta. Desde el comienzo del libro, en sintonía con las citas iniciales, Ovidio Parades nos sitúa ante su madre, Nuria Álvarez Alonso, como núcleo y eje de su vida. Tan solo dos días después de la pérdida, el hijo/narrador sintió la necesidad de tomar en un cuaderno las notas que irían construyendo esta novela, desde la vivencia del duelo y desde la conciencia clara de que el tiempo pasa veloz y borra los detalles y la memoria sin consideración alguna. Escribe “desde el frío, el desamparo y la orfandad absoluta” y sin dejar distancia, desde el puro y demoledor golpe recién recibido, que todo lo ha trastocado y arrasado: “¿Qué sentido le puedo dar ya a las horas, a los relojes?”, dice. En los primeros tanteos de escritura, mientras busca la voz y, en lo posible la cabeza clara, evoca un viaje a San Francisco con su pareja, que dio lugar en su día a un poema y que, sobre todo, supuso una revelación, una comprensión de lo perdido que está en general el ser humano contemporáneo. La madre, con quien solo se llevaba veintidós años, se revela también desde los comienzos del texto como una gran compañera de vida, como un ser comprensivo adelantado a su tiempo, que “nunca juzgó a nadie” y que apoyó al hijo año tras año, sin dudas ni fisuras, tanto en el respeto absoluto a su orientación sexual como en su deseo de ser lector y escritor contra viento y marea. Ovidio Parades alterna pasado y presente en una ágil narración en la que va desvelando momentos significativos de la existencia de ambos. Nos habla de los viejos y felices veraneos de la niñez, de los acostumbrados aperitivos o sesiones de cine compartidas, o de los paseos matinales que, con el paso del tiempo y los problemas de salud, se fueron acortando y dificultando, pero también de la rebeldía para que todo aquel mágico mundo siguiera, aunque reducido, ocurriendo y teniendo sentido. La de Parades es una realidad poblada y sostenida por los iconos del cine y de la literatura, la fragilidad materna es también la fragilidad final de Marguerite Duras. El rostro elegante de su madre, el cuidado en los detalles de su modo de vestir, se iguala con el de las actrices francesas que representaban mujeres de provincias en las películas de Claude Chabrol. “Mi madre y yo” no tiene como objetivo la simple verosimilitud propia de las ficciones, sino tratar de llegar a las cosas tal como fueron, con la precisión del detalle cierto, “la verdad entonces y ahora, desnuda. Sin disfraces, maquillajes, retoques, falsedad, ni acartonamiento alguno. Mi verdad. Nuestra verdad”. El mundo de Parades es, a la vez, un mundo interpretado, un mundo sostenido y soportado por el consuelo de los libros y las películas, las escritoras, escritores, actores y actrices que iluminan o iluminaron nuestras vidas. Iconos como Cassavetes, Deneuve, Shirley MacLaine, Gena Rowlands, Charo López, Sam Sephard, Carmen Martín Gaite… conforman un esplendoroso santoral laico. “Pero ahora se ríe como diciendo cuánta literatura le echas siempre a todo. Cuánto cine. Cuánto teatro. Eso ya lo sabes, mamá. Las cosas que me salvaron, que me salvan, del lado más ingrato de esta vida (…) Tantas tardes de cine. Tantas noches de cine. Tantos cines que ya no existen (…) Mi formación. Mi identidad. Mis años decisivos. De donde procedo. Y ella, mi madre, siempre a mi lado”. Los hechos se leen a través del amparo de hermosos y poéticos cristales: “Recuerdo a mi madre caminando por aquellos paisajes veraniegos de la infancia, como una especie de señora Dalloway que salía temprano a comprar frutas”. El reto inicial, contar desde tanto dolor –también desde el insomnio, la orfandad, el desánimo-, no se deja llevar en cambio por el desmán sentimentaloide, el ternurismo o lo cursi. Hay mucha sobriedad, una sobriedad que no se abandona en todo el trayecto de esta hermosa y cuidada escritura que nos relata, por ejemplo, aquellos ingenuos veraneos de los años setenta en los que los padres y los hijos buscaban y encontraban el paraíso a bordo de un Seat 127 camino de una playa de Alicante, en un cine al aire libre, o disfrutando del aroma de las primeras mandarinas de octubre cuando aún había fruta según las estaciones. Un pasado como un tesoro al que retornar para encontrar consuelo ante la injusticia del acoso escolar en aquellos colegios de curas (“Cuánto miedo. Cuánta intolerancia. Cuánta oscuridad”), ante la pérdida de los buenos amigos que ya no están, o en medio de las sucesivas hospitalizaciones de la madre, tratando de mantener la esperanza y albergando el deseo absurdo de empezar de nuevo, hasta el fallecimiento de una madre que era “refinada, educada, discreta y cercana con todo el mundo”. Conforme se avanza en el texto, se percibe que este no es sólo el homenaje a una figura materna, sino el intento de comprensión de toda una época y de una vida. “El tiempo es una línea de tiza que se va resquebrajando en una pizarra imaginaria”. Junto con la conciencia del tiempo (“Vamos haciéndonos viejos”) que nos devora junto con nuestras pequeñas posesiones (la silla que se abandona en la calle un día cualquiera cuando se desmantela la vivienda de una pareja de ancianos), el libro nos habla también, en su parte final de la rebeldía de sobrevivir, de buscar/reencontrar un punto de apoyo, de calma y de equilibrio, un centro de gravedad permanente que diría Battiato, del que no en vano cita al final del libro su canción “Tutto l´universo obbedisce all´amore”. Hay una apuesta final por el amor de pareja, todavía y “tantos años después”. Quizá sólo tras esa convicción, la de que pese a todo, el universo obedece al amor y que el amor, mucho más grande que nosotros, puede sostenernos, es posible pasar al otro lado del duelo y de su necesaria y purificadora narración, para seguir adelante, como en el fondo siempre hizo ese “niño desvalido, que sacaba fuerzas de esos lugares recónditos de su interior”.

martes, 23 de abril de 2024

EL LEGADO DE UN CERVANTES, LUIS MATEO DÍEZ

Hoy recibe su Premio Cervantes Luis Mateo Díez. Últimamente no dejo de darle vueltas a tres asuntos que me parecen esencialmente relacionados: la memoria, la escritura y la fugacidad. Estas tres ideas cobraron especial relevancia en otra ceremonia, más modesta que la que tendrá hoy lugar en Alcalá de Henares: el acto de homenaje que se que se organizó hace unos meses, el pasado 15 de noviembre, en el Instituto Cervantes de Madrid en honor a Luis Mateo Díez. Allí se procedió primero a la entrega de algunos documentos del autor, “para la posteridad”, en la llamada Caja de las Letras, acompañado de autoridades y testigos. Y, más tarde, ya en una sala repleta de público, se presentó el libro Las ínsulas prometidas. Territorios imaginarios de Luis Mateo Díez, una colección de estudios y aproximaciones de expertos en torno a la obra del novelista leonés. Al autor lo acompañaban, en el diálogo, Ángeles Encinar,  Natalia Álvarez Méndez y Ernesto Pérez Zúñiga. Si un legado es, etimológicamente, lo que se deja o se transmite a unos sucesores, sea material o inmaterial, resultó emocionante ver cómo el escritor, a sus 81 años, un titán de la literatura autor de medio centenar de novelas, introducía en la caja de seguridad (con lentitud, demorando amable un gesto final ante los flashes de las cámaras) los diferentes objetos que había seleccionado, “cosas muy entrañables”: cuadernos de trabajo, originales mecanografiados y un sobre con un texto de su querida nieta Mónica, que, por un momento volvió a extraer para besarlo antes de desprenderse de él y dar vuelta definitiva a la llave. Memoria, escritura, fragilidad, fugacidad, lucha desesperada contra el tiempo para expresar, para dejar algo hermoso en el paso por este mundo…  Todas estas cosas flotaban en el ambiente mientras el novelista leonés cumplía con este ritual, a partes iguales esplendoroso y triste, tan de recibimiento y de despedida, o mientras contestaba a las preguntas de los contertulios, desgranando anécdotas de su niñez traviesa y “pecadora”, o del amor que se profesaban sus padres desde muy niños en aquellas duras tierras leonesas. Donar, dar, darse, dejarse ir, haber escrito y dicho y sacado adelante grandes historias apostando por tantos personajes reales y fantasmales, por tantos sentimientos y palabras certeras. Mencionó Luis Mateo el hueco, la terrible ausencia que le acompaña durante estas grandes celebraciones: el fallecimiento de su esposa, Margarita. De hecho, uno de sus “legados”, tan material como inmaterial, ha sido desprenderse de “Convulsaciones”, un texto inédito que iba creando durante el verano en que su mujer se encontraba ya muy enferma: “emociones secretas”, dijo, “uno de los textos más hondos y más difícil de comprender para mí mismo que haya escrito”. Si uno intenta encontrar algo que defina a Luis Mateo Díez a lo largo de su extensísima y variada obra, quizá habría que elegir, como hizo la propia profesora Ángeles Encinar durante la conversación, la expresión “gran fabulador”, pues es sobre todo un poderoso contador de historias, como en su día lo fue Thomas Mann, a quien no en vano apodaron der Zauberer, el mago. Y como muchos de los grandes escritores de todos los tiempos, él ha reconocido siempre la importancia de criarse entre las narraciones orales que se escuchaban en casa o en esas poblaciones del noroeste español, mundo mágico de historias, filandones y leyendas. Tras unos inicios como poeta, Luis Mateo Díez se entregó a la esforzada empresa de contar y contar, alternando la imaginación y la memoria en sus novelas largas y cortas, en sus series de relatos, pero sobre todo cuidando el lenguaje y la palabra precisa, la que dice y resuena. Creador del reino de Celama o de las Ciudades de Sombra, de La fuente de la edad, de La ruina del cielo, o de las Fábulas del sentimiento, ha mezclado siempre el gusto clásico con la experimentación formal, el surrealismo, los paisajes oníricos, el expresionismo, pero quizá más una especie “irrealismo” proyectado sobre la dura realidad de unos personajes a menudo desamparados, derrotados, abandonados e incluso “enfermos del alma”. Pero a la vez, en medio de la melancolía y la seriedad de esos “pobres desgraciados”, comparece el brillo de un sentido del humor muy propio y muy especial, la guasa y el absurdo ante lo poco que en el fondo somos. Ese mismo humor que, durante su homenaje en el Instituto Cervantes, le llevó a bromear sobre sí mismo: “¡A ver si ahora, a mis ochenta y uno, se me va a subir el pavo y me vuelvo soberbio, después de tanto educarnos mi padre en la humildad y la modestia!”. “Ando con el premio algo apremiado”, decía hace un par de días en El Cultural en una entrevista con Nuria Azancot, jugando con las palabras, con las palabras que, en su caso, han construido y puesto en pie tantas hermosas narraciones. Hoy recibirá su gran premio, el nuestro es el fantástico, esforzado y tranquilizador legado de sus muchas y hermosas historias.