Una de las reseñas que el año pasado escribí para El Cultural de El Mundo trataba de los Cuentos completos de Haroldo Conti, uno de los grandes maestros del relato, que tuvo la desgracia de ser secuestrado en su domicilio en 1976 por los monstruos de la dictadura argentina y “desaparecer” para siempre a la edad de 51 años. Recuerdo cómo me impresionaron algunos de sus cuentos, verdaderas obras maestras, pero también el tremendo efecto que me produjo que la edición de Bartleby editores, estuviera precedida de un prólogo de García Márquez (buen amigo de Conti) que se correspondía con el artículo que el colombiano escribió en El País en 1981, anunciando al mundo la noticia segura de que Conti había sido asesinado. El prólogo, hermoso y terrible, proporcionaba todos los detalles del último día en libertad de Haroldo Conti, las últimas pinceladas del cuento que había estado escribiendo esa misma mañana en su despacho, la ayuda en las tareas escolares a sus hijos, cómo salió al cine con su esposa y al regresar encontraron instalados en su casa a los verdugos, las torturas, las vejaciones, la dolorosa separación… Treinta y tantos años después, el recuerdo minucioso y sin disimulos de lo que ocurrió, producía en nosotros dos sensaciones: por un lado, agradecimiento por lo que es de justicia (que toda la verdad se sepa), por otro: terror, repugnancia, asco por la barbarie de que es capaz el “ser humano”.
Una película reciente (Vals con Bashir) y un libro de Coetzee (Elizabeth Costello) hacen que siga dándole vueltas a este asunto del tratamiento del mal y la necesidad de hacer memoria. La película, israelo-francesa-alemana (que ganó el Globo de Oro y a punto estuvo de conseguir también el Oscar a la mejor película extranjera) cuenta la historia del propio Ari Folman (director), cuando no era un cineasta, sino un joven soldado israelí enviado a tomar parte en la guerra del Líbano a comienzos de los ochenta durante la terrible masacre de Sabra y Chatila. El esquema de la narración: la memoria de Ari parece haberse defendido de aquel horror con el paso de los años borrando inexplicablemente aquellos acontecimientos que a otros dejaron tanta huella. Por ello la película es una investigación, una reconstrucción a partir de los testimonios de quienes allí estuvieron y sí recuerdan e incluso quedaron en adelante desquiciados. Como Edipo, el protagonista quiere a todo trance saber, aunque sus pesquisas no hagan sino acorralarlo conforme revelan la parte de culpa que le correspondió. Asumir la culpa puede ser liberador aparte de angustioso. El director elige para su cinta el formato de un raro comic documental, que subraya el carácter onírico de la experiencia regresiva, pero además parece funcionar como un filtro para el espectador ante el espanto del mal en estado puro.
Quiero ahora referirme a J. M. Coetzee, a su tratamiento del “problema del mal” en la obra Elizabeth Costello. Elizabeth Costello –alter ego del autor en este libro- es una escritora australiana anciana que recibe una invitación para participar en Amsterdam en un ciclo de conferencias en torno al asunto del mal. Ella acaba de leer un libro de Paul West que la ha dejado abatida, acerca del famoso complot de un grupo de oficiales nazis liderados por Von Stauffenberg para atentar contra Hitler. Como se sabe, un intento fallido que les costó muy caro. Las descripciones brutales de Paul West acerca de la salvaje ejecución de los conspiradores, el detalle morboso del ritual y las palabras brutales, vejatorias, que el verdugo dirigió a aquellos ancianos antes de ejecutarlos en aquel sótano de los horrores, hacen que Elizabeth Costello sienta que las palabras de West insuflan nueva vida al mal puro, incluso a lo diabólico. Ella, partidaria de la verdad y del recuerdo, se pregunta, sin embargo, no sólo si era realmente necesario ese lujo “obsceno” de detalles, sino también si es posible que un escritor o un lector salgan indemnes después de relatar o leer algo semejante. Costello no invita a la desmemoria, pero plantea que tal vez sea mejor que los genios malignos reposen para siempre en el interior de su botella. Sobre ese tema versa su conferencia, y la casualidad hace que el mismísimo Paul West esté en la lista de ponentes e incluso se aloje en el mismo hotel que ella. Un espectador dirá tras su charla que lo que le ocurre a Costello es que es un “recipiente débil”, de poco aguante. No puedo, ni quiero ahora desvelar el resto. Como suele decirse, los libros están para leerlos. Me limitaré a citar a modo de enumeración algunos fragmentos que me han impresionado en este asunto de cómo abordar el mal en las narraciones.
“¿Es posible que aquella noche hubiera testigos que (...) antes de que se les borrara la memoria para salvarse a sí misma, escribieran, con unas palabras que debieron de calcinar la página, un relato de lo que habían visto?”
“Obscenidad. Esa es la palabra… significa fuera de escena. Para salvar nuestra humanidad, ciertas cosas que tal vez queramos ver (¡queremos ver porque somos seres humanos!) deben permanecer fuera de escena”
“¿No tendría que ser capaz de oler el mal? ¿A qué huele el mal? ¿A azufre? ¿A pedernal? ¿A Zyklon B? ¿O acaso el mal se ha vuelto incoloro e inodoro, como la mayoría del resto del mundo moral?”
“Tenemos que tener cuidado con los horrores como los que usted describe en su libro. Nosotros los escritores (…) Porque si lo que escribimos tiene el poder de hacernos mejores, seguramente también tiene el poder de hacernos peores”.
“Me tomo en serio el hecho de que los lugares prohibidos están prohibidos. El sótano en que fueron colgados los conspiradores de julio de mil novecientos cuarenta y cuatro es uno de esos lugares. No creo que ninguno de nosotros tengamos que entrar en ese sótano. No creo que el señor West tuviera que ir allí. Y si decide ir a pesar de todo, creo que no deberíamos seguirlo. Al contrario, creo que habría que levantar barrotes frente a la entrada del sótano, poner una placa de bronce que dijera: `Aquí murieron…´ y debajo una lista de los muertos y las fechas de sus muertes y ya está”.
“Si la electricidad del mal saltó realmente de Hitler al verdugo de Hitler y de este a Paul West, seguramente West le mandará alguna señal”.
Una película reciente (Vals con Bashir) y un libro de Coetzee (Elizabeth Costello) hacen que siga dándole vueltas a este asunto del tratamiento del mal y la necesidad de hacer memoria. La película, israelo-francesa-alemana (que ganó el Globo de Oro y a punto estuvo de conseguir también el Oscar a la mejor película extranjera) cuenta la historia del propio Ari Folman (director), cuando no era un cineasta, sino un joven soldado israelí enviado a tomar parte en la guerra del Líbano a comienzos de los ochenta durante la terrible masacre de Sabra y Chatila. El esquema de la narración: la memoria de Ari parece haberse defendido de aquel horror con el paso de los años borrando inexplicablemente aquellos acontecimientos que a otros dejaron tanta huella. Por ello la película es una investigación, una reconstrucción a partir de los testimonios de quienes allí estuvieron y sí recuerdan e incluso quedaron en adelante desquiciados. Como Edipo, el protagonista quiere a todo trance saber, aunque sus pesquisas no hagan sino acorralarlo conforme revelan la parte de culpa que le correspondió. Asumir la culpa puede ser liberador aparte de angustioso. El director elige para su cinta el formato de un raro comic documental, que subraya el carácter onírico de la experiencia regresiva, pero además parece funcionar como un filtro para el espectador ante el espanto del mal en estado puro.
Quiero ahora referirme a J. M. Coetzee, a su tratamiento del “problema del mal” en la obra Elizabeth Costello. Elizabeth Costello –alter ego del autor en este libro- es una escritora australiana anciana que recibe una invitación para participar en Amsterdam en un ciclo de conferencias en torno al asunto del mal. Ella acaba de leer un libro de Paul West que la ha dejado abatida, acerca del famoso complot de un grupo de oficiales nazis liderados por Von Stauffenberg para atentar contra Hitler. Como se sabe, un intento fallido que les costó muy caro. Las descripciones brutales de Paul West acerca de la salvaje ejecución de los conspiradores, el detalle morboso del ritual y las palabras brutales, vejatorias, que el verdugo dirigió a aquellos ancianos antes de ejecutarlos en aquel sótano de los horrores, hacen que Elizabeth Costello sienta que las palabras de West insuflan nueva vida al mal puro, incluso a lo diabólico. Ella, partidaria de la verdad y del recuerdo, se pregunta, sin embargo, no sólo si era realmente necesario ese lujo “obsceno” de detalles, sino también si es posible que un escritor o un lector salgan indemnes después de relatar o leer algo semejante. Costello no invita a la desmemoria, pero plantea que tal vez sea mejor que los genios malignos reposen para siempre en el interior de su botella. Sobre ese tema versa su conferencia, y la casualidad hace que el mismísimo Paul West esté en la lista de ponentes e incluso se aloje en el mismo hotel que ella. Un espectador dirá tras su charla que lo que le ocurre a Costello es que es un “recipiente débil”, de poco aguante. No puedo, ni quiero ahora desvelar el resto. Como suele decirse, los libros están para leerlos. Me limitaré a citar a modo de enumeración algunos fragmentos que me han impresionado en este asunto de cómo abordar el mal en las narraciones.
“¿Es posible que aquella noche hubiera testigos que (...) antes de que se les borrara la memoria para salvarse a sí misma, escribieran, con unas palabras que debieron de calcinar la página, un relato de lo que habían visto?”
“Obscenidad. Esa es la palabra… significa fuera de escena. Para salvar nuestra humanidad, ciertas cosas que tal vez queramos ver (¡queremos ver porque somos seres humanos!) deben permanecer fuera de escena”
“¿No tendría que ser capaz de oler el mal? ¿A qué huele el mal? ¿A azufre? ¿A pedernal? ¿A Zyklon B? ¿O acaso el mal se ha vuelto incoloro e inodoro, como la mayoría del resto del mundo moral?”
“Tenemos que tener cuidado con los horrores como los que usted describe en su libro. Nosotros los escritores (…) Porque si lo que escribimos tiene el poder de hacernos mejores, seguramente también tiene el poder de hacernos peores”.
“Me tomo en serio el hecho de que los lugares prohibidos están prohibidos. El sótano en que fueron colgados los conspiradores de julio de mil novecientos cuarenta y cuatro es uno de esos lugares. No creo que ninguno de nosotros tengamos que entrar en ese sótano. No creo que el señor West tuviera que ir allí. Y si decide ir a pesar de todo, creo que no deberíamos seguirlo. Al contrario, creo que habría que levantar barrotes frente a la entrada del sótano, poner una placa de bronce que dijera: `Aquí murieron…´ y debajo una lista de los muertos y las fechas de sus muertes y ya está”.
“Si la electricidad del mal saltó realmente de Hitler al verdugo de Hitler y de este a Paul West, seguramente West le mandará alguna señal”.
Muy interesante el tema. En teoría, la "obscenidad" no debería servirnos para emitir juicios, porque tiene un componente irracional bajo el que pueden ampararse actitudes y prejuicios retrógrados y dañinos. Por otra parte, es cierto que Coetzee es un autor que nunca elude la dureza de los temas, incluso se podría decir que su obra siempre gira en torno a la "aparición del mal y la violencia" en nuestras vidas. Se trata, pues, más del matiz, del a idea de "ser innecesario". Susan Sontag dice en su ensayo " Ante el dolor de los demás": "Quizá las únicas personas con derecho a ver imágenes de semejante sufrimiento extremado son las que pueden hacer algo para aliviarlo(...) o las que pueden aprender de ellas. Los demás somos voyeurs, tengamos o no la intención de serlo". Por otra parte está el tema de la "denuncia", necesario es que el mundo sepa de los atropellos a los derechos humanos, de la necesidad de mantenerse alerta y no olvidar, no dejar pasar, siempre con un objetivo claro: que no vuelva a ocurrir, que sirva para algo.
ResponderEliminarSensible el tema del mal, al que siempre acudimos, porque en esa carne tambien nos construimos. No nos es ajeno en absoluto y menos si uno intenta seguir dejándose la piel en cada momento sin tener que vivir grandes aventuras, ni construirse mundos mas llevaderos. Del articulo hay algo en lo que no puedo estar de acuerdo, porque puede crear la falsedad de evitar esa memoria: la de no entrar en los lugares "prohibidos". Cuando estuve en Auschwits-Birkenau, llegué con una americana, una inglesa y una alemana. Fue un curioso encuentro de cuatro personas de distintas naciones que sentíamos la necesidad de visitar ese lugar sagrado. Aunque no nos lo propusimos ninguno vivimos esa visita como una peregrinación en honor de toda esa sangre derramada, que para nosotros se hacía historia real y memoria de lo que nos contaron y vimos en reportajes por televisión. Aparte de la multitud de impresiones que nos llamaron la atención en una especie de paseo por el dolor que traspasaba la frontera de lo físico, una de las cosas que más nos sorprendió, fue un grupo de jóvenes alemanes que, probablemente, con toda la buena intención de su profesor, habían llegado a este lugar del que no se qué se podrian imaginar cuando iban en su autobus hacia este rincón del sur de Polonia. El hecho es que nos encontramos con ellos en uno de los barracones donde se exponían a lo largo de toda una vitrina que llenaba la mitad de ese enorme espacio desolado miles y miles de objetos personales de muchos de los que no sobrevivieron a ese horror. Cepillos de dientes, gafas, lápices, muñecos de trapo, espejos, pañuelos, y todo tipo de pequeños objetos que pudieron conservar ese tiempo de "vacaciones" obligatorias al que fueron sometidos. Era impresionante. Pero lo más impresionante, era esa imagen en la que un profesor, en ese alemán que a mi me parecía (por esa, mi incultura lingüïstica y deformación del momento) que más bien se dedicaba a dar órdenes a unos hipotéticos "Hitlerjugend". Pero no, el pobre hombre se desgañitaba ante la indiferencia de esos adolescentes ante todo lo que pasaba por sus ojos, un sonoro aburrimiento, desidia, pasotismo y aislamiento que más bien quise entender como aquello de que "cuanto menos se vea, menos se siente", aún así sólo nos quedo sentarnos en esas frias maderas del piso y dejar pasar ese breve espectáculo hasta que se fueran. Mi amiga, Monica, la alemana, se había quedado echa un flan, y se pasó la mitad de la vida que vivió en Pilsen junto a mí despotricando de su origen alemán. Pero eso es anecdótico. Estoy seguro que se curó. Toda centroeuropa está llena de placas de bronce, placas votivas, conmemorativas, antorchas, dólmenes que recuerdan las víctimas de las grandes guerras, y de las pequeñas, de los héroes, y de los otros, es la cultura del cementerio. Pero estas se caen, y se olvidan y hacen olvidar. Pero, los lugares donde se coemtieron esas barbaridades, no son la casa de los horrores. Lo fueron, pero después, son la casa del respeto, del recuerdo. Museos de la muerte pero que ya solo se imagina y ni siquiera se acerca al límite de ella. Perdóname por la extensión. Un abrazo, y sigue inspirando.
ResponderEliminarGracias, María y Pablo por vuestros comentarios. Un abrazo.
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