Hace justo dos semanas, tuve la suerte de asistir al recital de poesía que el poeta catalán Joan Margarit (Premio Nacional de Poesía 2008) celebró en la librería Rafael Alberti de Madrid. Margarit presentaba su nuevo libro, “Misteriosamente feliz”. Descubrí a Margarit hace unos años, en su libro “Estació de França”. De aquella colección me atrapó, sobre todo, un texto que se titula “Piscina” en el que un hijo rememora al padre que le enseñaba a nadar. Como en muchos de sus escritos, el giro inesperado, el latigazo final, aparece en los últimos versos:
No le temía al agua, sino a ti,
era tu miedo lo que yo temía,
y este lugar profundo
donde desaparecen las baldosas
Me arrastraste hacia allí, recuerdo aún
la fuerza de tus brazos obligándome
mientras trataba de abrazarme a ti.
Aprendí a nadar, pero más tarde,
y olvidé muchos años aquel día.
Ahora que ya nunca nadarás,
veo a mis pies el agua azul, inmóvil.
Comprendo que eras tú quien se abrazaba
a mí para cruzar aquellos días.
Aquel libro era de 1999. Diez años después, sentado en un taburete de la librería Alberti, va “diciendo” al micrófono sus nuevos poemas. Es un hombre grande, corpulento, de 71 años. No es de esos poetas que declama sobreactuando, tampoco de aquellos otros que recita con la frialdad de quien sólo levanta escueta acta notarial de sus palabras. Joan Margarit lee sus textos con absoluta tranquilidad y voz serena, clara, sugerente, grave. Cada poema resulta una historia de la vida, su vida. Cada verso, experiencia propia. Escuchamos, pero más bien diríamos que vemos. “Misteriosamente feliz” es tan hondo, auténtico y sin pretensiones como Margarit, como su manera cercana de leer. En el turno de preguntas se lo hago ver, le agradezco la autenticidad de sus poemas y el modo también auténtico de transmitirlos. Él me agradece, a su vez, mi comentario, agradece que la figura del poeta no estorbe al ponerse delante del texto, pues hay a quien sí le molesta. Dice ser un instrumento que interpreta poemas: llegada una edad, la vida y sus vicisitudes, las penas, los dolores, van configurando un instrumento, mejor o peor, y que tampoco todos los días suena igual –aclara-. Tratándose de él, pienso en un contrabajo de la mejor de las maderas, uno que gana con el tiempo. Después tomamos algo en grupo en un bar, somos ahora ocho o diez. No he querido presentarme, por así decirlo “mostrando mis credenciales”. No he querido imponerme con un estúpido recitativo que lo fagocitara a él y deshiciera el encanto, algo como: `Verá, soy crítico de El Cultural de El Mundo y además he publicado un libro de relatos, “Un mortal sin pirueta”, que creo está en sintonía con sus propias historias y podría gustarle´. Con Margarit la vanidad hay que dejarla a un lado, Margarit es de verdad. Me alegro de haber sido uno más entre el público, uno que levanta la mano y participa, uno que en el bar pide luego una Coca-Cola. ¿Acaso es poco?
No le temía al agua, sino a ti,
era tu miedo lo que yo temía,
y este lugar profundo
donde desaparecen las baldosas
Me arrastraste hacia allí, recuerdo aún
la fuerza de tus brazos obligándome
mientras trataba de abrazarme a ti.
Aprendí a nadar, pero más tarde,
y olvidé muchos años aquel día.
Ahora que ya nunca nadarás,
veo a mis pies el agua azul, inmóvil.
Comprendo que eras tú quien se abrazaba
a mí para cruzar aquellos días.
Aquel libro era de 1999. Diez años después, sentado en un taburete de la librería Alberti, va “diciendo” al micrófono sus nuevos poemas. Es un hombre grande, corpulento, de 71 años. No es de esos poetas que declama sobreactuando, tampoco de aquellos otros que recita con la frialdad de quien sólo levanta escueta acta notarial de sus palabras. Joan Margarit lee sus textos con absoluta tranquilidad y voz serena, clara, sugerente, grave. Cada poema resulta una historia de la vida, su vida. Cada verso, experiencia propia. Escuchamos, pero más bien diríamos que vemos. “Misteriosamente feliz” es tan hondo, auténtico y sin pretensiones como Margarit, como su manera cercana de leer. En el turno de preguntas se lo hago ver, le agradezco la autenticidad de sus poemas y el modo también auténtico de transmitirlos. Él me agradece, a su vez, mi comentario, agradece que la figura del poeta no estorbe al ponerse delante del texto, pues hay a quien sí le molesta. Dice ser un instrumento que interpreta poemas: llegada una edad, la vida y sus vicisitudes, las penas, los dolores, van configurando un instrumento, mejor o peor, y que tampoco todos los días suena igual –aclara-. Tratándose de él, pienso en un contrabajo de la mejor de las maderas, uno que gana con el tiempo. Después tomamos algo en grupo en un bar, somos ahora ocho o diez. No he querido presentarme, por así decirlo “mostrando mis credenciales”. No he querido imponerme con un estúpido recitativo que lo fagocitara a él y deshiciera el encanto, algo como: `Verá, soy crítico de El Cultural de El Mundo y además he publicado un libro de relatos, “Un mortal sin pirueta”, que creo está en sintonía con sus propias historias y podría gustarle´. Con Margarit la vanidad hay que dejarla a un lado, Margarit es de verdad. Me alegro de haber sido uno más entre el público, uno que levanta la mano y participa, uno que en el bar pide luego una Coca-Cola. ¿Acaso es poco?
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