sábado, 30 de enero de 2010

¿Tenía Salinger más que decir?

Se comprende que es duro sacar de la chistera un artículo instantáneo cuando muere un autor o se le otorga un importante premio y las redacciones de los periódicos te buscan y esperan que se te ocurra algo y a ser posible interesante. La muerte de Salinger (1919-2010) no nos ha ahorrado toda la retahila de tópicos y chismes acerca de su persona: un autor genial, de culto, sí, pero ¿y su carácter? huraño, agresivo, celoso de su intimidad, cuídate de hacerle una foto si sale del supermercado, ogro en su cueva donde devoraba y traicionaba esposa tras esposa, jovencita tras jovencita (algunos se han referido a "nínfulas", me pregunto si alguien se ha topado por ahí de verdad con una "nínfula", la denominación es cursi, pero no inocente: trata de reforzar la monstruosidad de un escritor que se permitió el lujo de no aparecer y no exhibirse en un tiempo en el que todo y todos aparecen y se exhiben). ¿Algún otro defecto reseñable que acreciente el lado oscuro? Sí: se le tiene por simpatizante de múltiples cultos budistas o cienciológicos, tan radical que incluso practicaba algunos rituales un tanto repugnantes. Como contrapunto heroico casi todos los comentaristas han mencionado la participación del escritor en el desembarco de Normandía y el sufrimiento que le dejó esta experiencia de por vida. Muñoz Molina, en El País, se ha referido a su silencio de años y ha concluido que, después de todo, está bien callarse cuando no hay nada que decir. Parece ignorar que los cuatro libros de Salinger nunca han callado (no sólo El guardián y sus 70 millones de ejemplares vendidos), pues el autor norteamericano ha sido desde los años cincuenta el magisterio insalvable de la narrativa americana contemporánea. Se le escapa también a M. Molina que la decisión de no publicar no equivale a la ausencia de nuevas ocurrencias: Salinger siempre ha continuado escribiendo y ahora asistiremos a la disputa por la gestión de sus manuscritos inéditos. ¿Debemos deducir, en cambio, que Muñoz Molina tiene mucho que decir, sólo por la circunstancia de que en su última novela ha hecho uso de 958 páginas? Podría recordar aquí cuánto me impresionaron algunos relatos de Salinger, como su clásico "Un día perfecto para el pez plátano", pero prefiero acordarme de la huella que me dejó "El guardián entre el centeno" en su momento. (Tengo que reconocer que no he leído su novela corta "Franny y Zooey" ni otra colección de relatos que no sea sus "Nueve cuentos"). Abro ahora mi edición de Alianza de "El guardián entre el centeno" en la traducción de Carmen Criado, pensando cuál sería en mi caso un buen homenaje. Veo mis notas antiguas, allí anoté a lápiz, en la tapa interior del libro, una retahila de observaciones como: "soledad, aislamiento, desvalimiento, inteligencia, lucidez, sentido del humor, imaginación, necesidad de un héroe-tutor, alteración nerviosa, sentido de la justicia y la injusticia, la muerte de su hermano mayor Allie como lo más injusto, la triste herencia de su guante de beisbol, necesidad de permanencia de las cosas, la historia de Jane Gallaher y el juego de damas, sinceridad y autenticidad como valores, el jazz, el poder consolador de la música, lo conmovedor, la figura de la hermana pequeña en el tiovivo con su abrigo azul, la protección de la inocencia como misión, como justificación de toda una vida, ¿hubiera sido posible una gran película como "Gente corriente", la relación del padre (Donald Sutherland) y su hijo, sin El guardián?..." Recuerdo bien el libro, veo mis muchos subrayados y pienso que podría citar ahora como homenaje alguno de ellos. Podría hacerlo, pero se me ocurre de golpe que sería como entrar a saco en un libro tan conmovedor, como tirarle una molesta foto por sorpresa, como robar un fragmento para mi provecho en la misma cara de Salinger, como sacar un pobre pedazo de un gran conjunto que merece la pena respetar y, sobre todo, volver a leer.

jueves, 21 de enero de 2010

Melancolía y añoranza de pensadores certeros

¿Qué pensaríamos de un médico que, tras analizarnos a fondo, se limitara a constatar o certificar que padecemos una enfermedad y que ese es, en efecto, nuestro estado actual, nuestro "estado de cosas", sin tomar a continuación una decisión o mostrarse resuelto para remediar el mal o combatirlo? Una sensación parecida he tenido el otro día, 21 de enero de 2010, al leer en El País el artículo de Vicente Verdú "Melancolía del fin". Verdú no requiere presentación, es un periodista de prestigio y, desde hace muchos años, uno de los creadores de opinión más populares de nuestro país. No seré yo quien le reste méritos a su larga y esforzada carrera, aunque, como es natural, tengo una opinión acerca de él: creo que pertenece a esa estirpe, verdaderamente extendida en España, de los que están al tanto de lo que se cuece, de los buenos rastreadores de ideas ajenas, columnistas y ensayistas familiarizados con lo que se piensa en otros sitios (casi siempre EEUU) y que saben cómo agitar antes de usar/divulgar las investigaciones y reflexiones de quienes sí han pensado, fundamentado, y arriesgado por cuenta propia: Zygmunt Bauman, Martha Nussbaum, Hannah Arendt o las nutridas legiones de la psicología o la sociología norteamericana... Pero mi crítica al artículo "Melancolía del fin", de Verdú, no tiene que ver esta vez con el hecho de que divulgue ideas de otros (algo por otro lado muy lícito siempre que uno se moleste al menos en citar), sino con la peligrosidad de las afirmaciones que contiene: tras constatar Verdú que nos encontramos en un momento en el que los menores de 30 años no tienen interés por la lectura ni por la pintura, la música clásica, el buen cine, etc. Y decir que, lo que hasta ahora considerabamos cultura buena y valiosa, se ha vuelto sólo "un grande y pesado fardo de otros siglos", Verdú se pregunta si este fenómeno supone, después de todo, un empobrecimiento real o algo que deba lamentarse como la comida basura. Su diagnóstico es el siguiente: más nos vale comprender este nuevo paradigma, no debemos empeñarnos en combatirlo, pues no es otra cosa que el signo irreversible de los tiempos. El omniscomprensivo Verdú añade: "¿cómo no tener en cuenta que la cultura es la cultura de cada época, cambia con ella, y de ningún modo existe modelo absoluto que traspase los siglos?". El artículo es largo, pero resumiré aquí algunas de sus perlas y conclusiones: cree que no hay por qué empeñarse aún en valores como la lentitud, la reflexión. la concentración, la linealidad, la laboriosidad. Debemos aceptar y dar la bienvenida a lo veloz, emocional, complejo e interactivo. Ni nosotros, ni los maestros -carcundias del viejo paradigma-, debemos (en opinión de Verdú) levantar la voz o empeñaros de modo obstinado en que las nuevas generaciones se esfuercen aún en la lectura de Cervantes o Kafka, o aprecien la música de cámara y la pintura de Manet. Eso constituiría sólo -dice- una "marcha atrás" que los volvería "retrasados", una pretensión propia de "zombis" como nosotros, que nos aferramos a nuestra "amada descomposición", porque consideramos a los jóvenes "ignorantes" y no valoramos como es debido fenómenos como el rap, la cultura de la red y los grafitis. Bueno hasta aquí las líneas maestras de su artículo. Ahora me limitaré a enumerar o recordar algunas cuestiones con las que quiero expresar mi discrepancia: 1) Pienso que lo que los hombres, a través de los siglos, hemos acuñado y considerado como valioso, lo seguirá siendo siempre, más allá de las modas y tendencias. Por decirlo así, a Bach o a Schubert no hay quien se los salte, entre otras cosas porque no son una rémora del pasado sino un asunto aún del futuro, como lo son los verdaderos clásicos. 2) Siempre ha habido quienes leían y quienes no. En España hay más lectores de los que nunca hubo. Basta echar un vistazo a los viajeros de autobús y metro para constatarlo. Mi hijo de nueve años y sus compañeros de colegio, con los que se intercambia a menudo libros, han leído mucho más de lo que yo (y tal vez Verdú) leímos en toda la infancia y adolescencia. Por otro lado, Verdú no debería inferir que a ningún joven le gusta la pintura sólo a partir del hecho de que él no se encontrara con ninguno el día que guardaba cola en la exposición impresionista de la Fundación Mapfre. Debería informarse acerca del éxito de asistencia infantil que tienen los múltiples talleres de arte (fundación ICO etc).3) En la nueva "complejidad" veloz e interactiva a la que Verdú alude, caben, por supuesto, el rap, el grafiti y la cultura red (yo mismo me estoy comunicando ahora desde un blog), pero también una buena función de Shakespeare representada por el Bridge Project y una reposada tarde de lectura dedicada, por ejemplo, a Luis Landero o al mejor Ian McEwan. 4) La inteligencia humana es lingüística y también en este nuevo paradigma serán mejores aquellos que a través de la lectura hayan adquirido mejores niveles de vocabulario, comprensión, establecimiento de relaciones etc. Por no mencionar que la lectura seguirá abriendo nuestras mentes, llevándonos a otros mundos y constituyendo una fuente de placer. 5) Que desde Grecia sabemos que el hombre es un ser dotado de logos (lenguaje y razón) y que eso es precisamente lo que nos define y diferencia. Decir como Verdú que en estos nuevos tiempos no cabe la reflexión y el discurso estructurado linealmente es no saber en qué consiste el ser humano y su modo de estar en el mundo. 6) Constatar que los tiempos cambian no es suficiente para entregarse a ellos y volverse un mero testigo o legitimador del status quo. Todas las utopías y progresos del ser humano han sido posibles gracias a un cuestionamiento de lo establecido. 7) Decirle a los maestros y adultos que no deben empeñarse en transmitir a los jóvenes lo que siempre se ha tenido por lo más excelente y digno del ser humano, eso sí parece una verdadera "marcha atrás" y una "descomposición". 8) Horkheimer, el filósofo de la Escuela de Frankfurt, reconocía al final de su "Crítica de la razón instrumental" que a veces los pensadores pueden no disponer de la receta para mejorar el estado de cosas que acaban de analizar a conciencia, pero consideraba que al menos la denuncia y el señalamiento con el dedo hacia los errores y caminos por donde no se debe transitar (totalitarismo, nazismo, razón instrumental...) es una obligación de cualquier sociólogo. Verdú prefiere, en cambio, quedarse arrebujado en su "melancolía del fin", un fin que, con sus palabras, contribuye a dar por bueno.

Autores de los que me ocupé en la Revista "Quimera" entre 2001 y 2006

  • Álvaro Pombo, W. G. Sebald, Günter Grass, Paul Theroux, A.S. Byatt, David Leavitt, Marcos Giralt, Martin Amis, Ian McEwan

Colaboraciones con "Nueva Revista" 2001-2002

  • Traducción del alemán del artículo de Richard Herzinger El consumo como meta (Endziel Konsum, Die Zeit, 2-11-00) que en Nueva Revista aparece como La americanización del globo, pp. 47-55 (mayo-junio 2001)
  • Traducción del alemán del discurso anual berlinés (Berliner Rede) del presidente alemán Johannes Rau, dedicado a los límites de la biopolítica, que tiene por título ¿Irá todo bien? Por un progreso a escala humana. (Wird alles gut? Für einen Fortschrift nach menschlichem Mass). Nueva Revista, pp. 46-64 (julio-agosto 2001)
  • Artículo publicado en la sección Literatura, titulado: Álvaro Pombo: la exaltación y el Reino. pp. 131-137 (Sep-Oct. 2001)
  • Traducción del alemán del relato de E.T.A Hoffmann titulado Haimatochare. Nueva Revista, pp. 158-171 (julio-agosto 2002)

Colaboración en Revista de Occidente (Oct. 2007)

  • Artículo titulado "Lo que el corazón lleva", acerca de la novela de Luis Mateo Díez "La piedra en el corazón"(Galaxia Gutemberg, Círculo de lectores. Barcelona, 2006)