lunes, 10 de octubre de 2011

Recuperando un Theroux

Aunque el título de esta entrada suene más a alegría por el regreso al museo de un lienzo robado, el asunto es muy diferente: una amiga de este blog, P. R, admiradora de Paul Theroux, tuvo la amabilidad de escribirme este fin de semana comentando mi anterior entrada y recordándome que hace unos años, en 2003, yo escribí una reseña de una obra de Paul Theroux en la revista Quimera, la Quimera de los buenos tiempos en que aún la dirigía Fernando Valls. Su interés por hacerse con ese artículo, hace que yo lo reproduzca aquí, fuera de tiempo (si es que los libros tienen tiempo o caducidad. El hecho de que desaparezcan tan rápido de las librerías no debería volverlos tan insignificantes y casi inexistentes, o hacernos comulgar con ese falso dilema: O novedad, o nada). Lo publico tal como apareció allí. Al releerlo a toda prisa, me doy cuenta de que aún no eran tiempos de blog y brevedades. Si lo comparo demasiado con la concentración narrativa a la que me he (y han) acostumbrado en los últimos años en El Cultural o Mercurio... veo que soy otro, que me he vuelto otro, que tal vez lo haría ahora de otra manera. Bueno, pero no me arrepiento. Así es el texto:

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VIAJES Y MÁS VIAJES HACIA EL AUTOR 
PAUL THEROUX

Mi otra vida

Traducción de Diego Friera y María José Díez
Seix Barral, Barcelona, 2003, 567 pp. 

            No es de extrañar que Mario Vargas Llosa reconozca que suele meter en un buen lío a los lectores cada vez que les recomienda un libro de Paul Theroux: un lío que consiste en que pocos de ellos serán capaces de dejar a medio leer cualquiera de las voluminosas obras a las que el escritor norteamericano nos tiene acostumbrados. ¿Y no parece ésta ya una gran y suficiente virtud de Paul Theroux: desafiar al lector con tan gruesas novelas y lograr, que, lejos de aburrirnos, nos enganchemos, siempre curiosos, a sus cientos y cientos de páginas? En estos tiempos de prisas y poco tiempo de ocio real, -en los que, como decía Max Horkheimer, parece que hay que correr a toda prisa para quedarnos en el mismo sitio-, hay una pregunta de principio que parece insalvable: ¿por qué recomendar a los lectores que adquieran y lean una novela como Mi otra vida –567 páginas en la edición castellana-? Se me ocurren dos buenas razones que lo justifiquen: una teórica, general, y bastante obvia: en esto ha consistido siempre el “bien-leer”, el bien-leer requiere dedicación y tiempo. Y otra razón práctica y concreta (y digámoslo, de paso, de una vez por todas): Paul Theroux tiene auténtica gracia. Es, por mencionar las palabras que su personaje Lucy Haven emplea en la página 334 para describir a Theroux: “No chistoso, sino infinitamente divertido de una extraña forma”.

                Que los sabios debatan ahora acerca de si Theroux es, o no, un “gran escritor”. Yo confiaré entretanto, a quien haya llegado hasta aquí, esta otra convicción personal: Paul Theroux es sobre todo un “gran narrador”, capaz de tirar de nosotros a través de capítulos mejores y peores. Uno diría –exagerando- que nos arrastra, casi cuente lo que cuente. Y este hechizo sobre el lector tiene lugar incluso cuando, a lo largo de sus extensas narraciones, se muestre a menudo muy irregular y hasta nos inflija  pesados castigos (como por ejemplo soportar ¡casi en la página 400! a su  inverosímil doble, el escritor alemán Andreas Vorlaufer y un aburridísimo relato supuestamente escrito por el germano, que, cómo no, aparece también íntegro –unas 15 páginas más-). Hay muchos momentos en Mi otra vida en las que el autor nos irrita y nos hace pensar –sobre todo en la parte que transcurre en Londres- que su personaje central (él)  no es mucho más que un esteta, un snob rodeado de snobs, todos ellos sin demasiada sustancia. A veces –como en la pesada descripción de los detalles iniciales de su amistad con Anthony Burgess, que sólo gana en gracia, intensidad y sentido al final del capítulo- queremos tirar la toalla preguntándonos “¿pero adónde conduce todo esto?”. Sin embargo, el encanto, el pacto con el lector, nunca se rompe, y, a buen seguro, en páginas posteriores -bien sea por el agudo sentido del humor del escritor, tan repartido a lo largo del libro, bien sea por sus poéticas descripciones o por capítulos propios de un maestro, en los que cambia de registro hacia la gran literatura (véase por ejemplo “El día más corto del año”)- se reconcilia de sobra con nosotros. Por continuar con la referencia a Burgess, quien haya sabido esperar y mantenerse en la lectura, comprende que, sólo en las páginas finales de esa secuencia, entendemos el papel que este relato concreto desempeña: escribir en el límite de los momentos de crisis del matrimonio de Theroux mediante la descripción de los comportamientos de una cena improvisada en casa con el famoso autor de La naranja mecánica, y mostrar de paso el verdadero retrato de Anthony Burgess: a ojos de Theroux, un personaje con talento pero no genial y, por encima de todo, absolutamente cínico, snob y cruel, capaz de humillar a quien se tercie con tal de hacer una gracia, una ingeniosidad, un juego de palabras. He hablado ya de encanto, de gracia, de un pacto con el lector... y es que, sin duda, el tipo de literatura que acostumbra a hacer Theroux presupone un reino de curiosidades y curiosos (lectores). Presupone, sobre todo, que el autor se toma a sí mismo y a sus cosas tan en serio como Theroux lo hace, y que los lectores han decidido seguirle en una especie de pacto implícito. (Jose María Guelbenzu ha bromeado con cierta razón acerca del ego del autor, al decir de Mi otra vida : “es la historia de un escritor que está encantado de ser escritor y de haberse conocido”). Sea como sea, desde el momento en que, en los inicios de la narración, acompañamos a un Theroux de veintitrés años hacia el interior del África negra, huyendo de las convencionales y ordenadas ciudades del África central diseñadas por los británicos, buscando un mundo real, salvaje, inexplorado, sencillo, íntegro, en una conradiana descripción de su tren como un barco de vapor que avanza pesadamente por la selva, por unas espesura que describe como océano, sabemos que ya estamos sin remedio absolutamente atrapados, que ya estamos indefectiblemente “a bordo”. Conforme avanzamos por las páginas, nos hacemos fácilmente a un Paul Theroux narrador, testigo, espectador, tan egocéntrico como autocrítico y crítico de su sociedad (o en su caso habría que decir “sociedades”), y sobre todo nos dejamos seducir por esta especie de continuo relato del chico bueno y digno, a menudo rodeado de frívolos y malvados que, o no conocen la dignidad o hace tiempo que la perdieron. Tomamos partido por él y lo seguimos por todos esos apartados y exóticos mundos y vidas que nunca conoceríamos si dependiera sólo de nuestros escasos medios.
Y es que Paul Theroux se dio a conocer como “escritor de viajes” que seguía la estela de Burgess y Naipaul, y para el gran público –tal es el misterio de la difusión de las novelas llevadas al cine- sobre todo por ser el autor de La costa de los mosquitos. En Mi otra vida el escritor es también un gran viajero. De hecho los capítulos transcurren entre los cinco continentes, y lo mismo encontramos historias de su vida en los sesenta en Malaui en el África negra –¡que incluyen hasta su conocimiento del dialecto chinyanja-, que prolongadas estancias como crítico literario y escritor en Londres, docencias en Singapur, citas en Edimburgo, anécdotas de las cárceles de Ecuador, mujeres australianas de Sidney, psicoanalistas argentino-norteamericanas, cenas privadas con la reina de Inglaterra, nostálgicos regresos a Medford, a Boston... Sin embargo, en esta obra concreta, se tiene la sensación de que lo de menos es lo pintoresco de los diferentes ambientes que nos presenta: una lección clara que se extrae de estas 567 páginas es que la lógica de Paul Theroux conduce sólo a Paul Theroux, y, más que una novela de formación, resulta un ejercicio en el que el autor, narrándonos básicamente su vida antes y después la separación de su esposa Alison y sus dos hijos, quiere explicarse a sí mismo, ponerse en claro para tratar de entenderse. En sus propias palabras, este libro son unas “memorias imaginarias”: “la historia de una vida que podría haber vivido si las cosas hubiesen sido distintas”. Sin embargo, siendo, por decirlo así, una “vida exagerada”, una “vida acelerada”, la acción transcurre tan paralela y cercana a su propia existencia real –de por sí ya suficientemente variada y extravagante- que, salvo algunas situaciones y personajes demasiado inverosímiles, casi caricaturas (y no son muchos), sentimos que, desde un principio, ha querido jugar al despiste, embaucarnos, encantarnos, y que lo que está mostrando a las claras es, básicamente, su verdadera biografía, pues tal es la “solidez de especificación” –por usar el término de Henry James- y el detalle minucioso de sus estupendamente ambientadas historias. Después de todo, confiesa en la p.366: “Trato de describir las cosas tal y como son, tal y como ocurrieron. Me enorgullezco de decir la verdad, ya que la verdad siempre es más interesante que cualquier cosa que uno pueda inventar”. Ya en la p. 346, había escrito lo siguiente para referirse a su manera de entender la escritura, haciendo de paso un guiño a la doctrina de su viejo maestro y amigo (hoy enemigo) Naipaul: “Mis libros eran la parte visible de mi mente. Y no podía separar lo que escribía de mi persona. Lo que hacía no era un trabajo, era un proceso de mi vida”.
Realmentes entonadas y llenas de fuerza están muchas de las páginas de los capítulos “Medford: próximas tres salidas” y “George y yo”, dedicados a su triste regreso a los Estados Unidos tras la separación de su esposa, su comprensión tardía y trágica de que sólo en el pasado –especialmente en sus años de matrimonio en Londres, cuando los niños aún eran pequeños y él no mucho más que un gacetillero que quería ser novelista- había sido de verdad feliz. Hace en esos pasajes una magistral descripción de su sensación de estar perdido y del extrañamiento que sufre ante su Medford natal, que ahora le parece tan cambiado y ajeno, aun cuando el bosque por el que esquiaba hace cuarenta años sea aún el mismo bosque con la misma nieve. Todo lo que él conocía (el autocine etc.) cerró hace mil años –como le hace ver la joven Weechie, que hasta parece hablar en otro idioma que Theroux-. Sólo su viejo amigo George se da, cómo él mismo, un cierto parecido al que fue, y se sienten por ello un tanto triunfantes, supervivientes y sabios, lo que resulta a la vez tan real como aparente: en los treinta y cuatro años que han estado separados les han ocurrido ya demasiadas cosas, demasiadas “otras vidas”.
Sería fácil, con todo, quedarnos en afirmar que esta novela está compuesta sólo por una colección de variopintos capítulos-retales que siguen más o menos un orden cronológico. Y sería también fácil que ese precipitado juicio nos hiciera pasar por alto el fresco completo que Theroux muestra finalmente de su tan exitosa como desdichada vida, un fresco guiado por una curiosa lógica de conjunto que él mismo parece querer explicarnos en la p. 517: “La vida carece de argumento evidente, de modo que parece más confusa que la ficción (...) Son tantas las cosas que ocurren en la vida de una persona sin previo aviso, contradictorias, aparentemente inconexas y sin un patrón determinado, que, sin una unidad perceptible, es como si en todos esos incidentes una misma persona llevara varias vidas distintas (...) No puede descifrarse a partir de lo poco que resulta visible. ¿Quién puede saber por unos cuantos cientos de yardas de carretera que esta es una autopista que va de costa a costa?”. Sólo el entramado de los hechos, sólo la sucesión, mezcla y sedimentación de las capas parece ofrecernos el esbozo de un dibujo más o menos completo. No es casual la imagen final que Theroux nos ofrece: al hacer recuento de los efectos personales que le llegan en cajas tras su divorcio, aparece un cuenco de “interminable macedonia” que, en los sesenta, cada semana, le llenaba y rellenaba -mezclando la fruta nueva y la vieja, sin tirar nunca nada- su cocinero africano Julius Magoya. Tantas vidas parecen sumar, finalmente, una vida.

4 comentarios:

  1. Pero buenooo!! Mil millones de gracias por tu absoluta rapidez en concederme un deseo!!!!! Pensaba que me ibas a sugerir un link o algo parecido, y qué sorpresa leer esa reseña!

    Theroux me enganchó con sus historias, sus viajes y su sentido del humor tan especial. Lo había leído además en algunas entrevistas pero me apetecía encontrar alguna reseña interesante sobre alguna de sus obras.

    MUCHAS GRACIAS: me ha encantado leerte especialmente hoy.

    P. R.

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  2. Ernesto, me gusta mucho esa distinción que haces a propósito de Theroux sobre los conceptos de narrador y escritor: el primero denostado como sinónimo de artesano de las letras y el segundo ensalzado en el romanticismo como labor numinosa. A mí me pasa algo similar con Washinton Irving o Stevenson: su potencia narrativa me termina seduciendo felizmente más que el debate de si son o no buenos escritores, que considero una disputa más académica que de mero disfrutador de libros.
    Un abrazo.

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  3. Ha sido un placer recuperar esta reseña lejana por tu sugerencia, Pili. Un abrazo

    Gracias, Miguel Ángel, por seguirme siempre y por tus acertados comentarios. Hasta pronto.

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  4. Gracias, Ernesto. Este blog tuyo es un descubrimiento. Yo reseñé y entrevisté a Theroux (en espacio muy acotado, no en las mejores condiciones ni por su mejor libro. A mí me encantó "My Other Life" y por lo visto es también uno de sus favoritos.
    Mucho más interesante tu entrada, pero por si acaso
    http://articulosisabelnunez.blogspot.com/2002/12/mi-entrevista-y-resena-paul-theroux-en.html

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